De chiquita me gustaba acompañar a
mi abuelo a matar cucarachas con el aparato que tiraba Flit. No sé qué era lo
que más disfrutaba: si sentirme un elemento imprescindible para que el ritual
funcionara (él decía que cuando yo no iba, no aparecía ninguna cucaracha), el
hecho de compartir con mi abuelo un código extraño pero sólo nuestro o,
simplemente, el olor al Flit. Quizás fue
entonces cuando mi mente comenzó a unir la idea del cariño con los químicos,
con la destrucción y con todas las cosas que pudieran morir bajo el efecto de
sustancias (Manu, por ejemplo, hace dos años).
Cuando el patio era mío, a solas, prefería
las hormigas. No las mataba directamente, sino que primero las separaba en dos
grupos. Pisaba las de la izquierda con
suavidad y soltaba a las de la derecha, para ver cómo las auxiliaban. La
coreografía que realizaban las sanas entre las heridas me dictaba la historia.
Todas eran víctimas de guerra o de algún monstruo que había invadido la Tierra.
A veces iban ganando o perdiendo, de acuerdo a la levedad o profundidad de los
daños, pero Dios (yo era Dios), disponía que al final siempre murieran todas. No
había buenos cierres o moralejas. La vida era así, simplemente. Tal vez Dios
(el otro, el de arriba) también hacía eso con la humanidad. Estar eternamente
solo no debía fomentar empatía hacia
nosotros y lo merecíamos: como especie habíamos aprendido sólo a sostener
nuestro egoísmo, colectivamente. Debíamos ser un espectáculo aburrido desde
allá arriba; merecíamos que cada tanto alguien nos recordara qué poco estábamos
haciendo para ganarnos un lugar protagónico en la historia de los tiempos. A mí, ser Dios sólo me hacía sentir
importante, en contraposición a cómo me veía fuera de ese patio.
De grande casi no mataba bichos; había
pocas oportunidades en mi departamento. Me mataba sola, con drogas que olían a Flit
o a cualquier cosa que generara un efecto parecido al bienestar. Formas rojas,
azules, redondas, cuadradas, con ojos; con gusto a reemplazo irónico de un amor
cualquiera, decente, de los que alcanzan sin llenar.
El amor en serio era él: Gerónimo Pavesi.
Era médico y yo lo había conocido después de lo de Manu; una de esas veces donde
me sentí un bicho y nadie hizo el trabajo de Dios de venir a pisarme, sino que
querían verme bien y tuve que responderles yendo hacia el otro lado con un coma
alcohólico. Otra vez yo haciéndole el trabajo a Dios; otra vez peleándome cara
a cara con lo que creía era mi derecho de elegir estar viva, o no. Pavesi hizo lo
que pudo y lo hizo bien; me salvó. Yo me
sentí redimida, parada frente a señales que me obligaban a mirar adelante,
reclamando una segunda oportunidad para no cagarla.
A los pocos días llegó a mi piso
un nuevo vecino, era acumulador y en el edificio empezaron a aparecer animales extraños.
Los alacranes eran los únicos que me daban miedo, porque nos parecíamos. Esa
coraza, ese aguijón a nuestro pesar. Si hubieran sido humanos nos hubiéramos
querido, o al menos, comprendido.
Cuando aparecieron las hormigas en
mi departamento, no tuve ganas de volver a ser una nena y me lo tomé en serio. Compré un par de
jeringas que venían para eso y
desaparecieron, por un tiempo. Manu también se había muerto con una
jeringa demasiado fuerte. A él lo había llorado dos años, hasta que conocí al
médico. Pavesi atendía la guardia de 20 a 6 de la mañana, semana de por medio.
Yo atacaba su consultorio con distintos cuadros, cada vez más seguido. Lo de
los bichos me venía fantástico, pero pronto me había inmunizado contra todos.
Entonces tuve que inventar síntomas de enfermedades que estudiaba por internet.
Pavesi escuchaba cada palabra e
iba anotando lo que le decía, separando la información en ítems azules. Me
hacía sentir importante. Lo hice mi escudo y mi estandarte, mi semidios de
cabecera en la Tierra, pero no podía asegurar si mi fidelidad le despertaba
algún tipo de sentimiento. Era inescrutable como un frasco antiguo, opaco,
cerrado y sin etiquetas, que mantiene la distancia y el misterio, doblemente,
adentro de una vitrina también cerrada. Nadie podía saber si adentro había
óleos, perfume, o veneno. Y esa posible combinación valía la pena. A veces
parecía querer mutar, ser otro fuera de las líneas, pero el impulso se le
escondía detrás de alguno de sus diplomas, o del peso de todos ellos. Otras veces parecía cansado de verme y llegaba a detectar en
sus ojos una tensión incómoda, como si detrás de esos lentes estuviera fantaseando
con hacerme lo mismo que yo había hecho con las hormigas, para que no
apareciera más por su consultorio. Que el fantaseara conmigo, aunque yo
terminara siendo un juguete destruido, excitaba mis ganas de volver.
Pero en general su mirada era
tranquila y franca. Me tenía una paciencia aséptica, no cálida, pero lo que más
me gustaba era sentir que creía en mí, que me escuchaba atentamente y confiaba
en cada uno de los síntomas que yo fabricaba para tenerlo cerca. Esa, para mí,
era su forma de amarme y de jugar, aunque pareciera incolora, inodora, insípida
y casi imperceptible. Yo tenía la esperanza de que, a futuro, eso tan chiquito
podía crecerle e invadirlo todo, como un virus.
Aquel último día, ese hilo de
confianza se cortó casi deslizándose, como un cordón que se va desatando mientras
uno camina. Le expliqué síntomas que podían significar virus del Zika, dengue, gripe o la real nada, y al auscultarme
me rozó un pezón. Pavesi primero desvió
la mirada y cuando vio que no bajaba la mía, se sentó en el escritorio y tomó,
apurado, el recetario. Tuve la ilusión de que ese ataque repentino, esa birome nerviosa
(y azul, siempre azul) deslizándose sobre el papel, iban a derivar en un día y
una hora afuera, o en un número de teléfono. Las manos estaban tensas y no
dejaban de escribir, una hoja tras otra. Yo imaginé una carta de amor, palabras
que relataran que hacía tiempo que me había dejado de mirar con ojos de
semidios. Que él era un hombre, carajo y a la mierda el Juramento Hipocrático y
que ya no éramos médico-paciente. Que me había ascendido de bicho a mujer, a
pieles continuas, a seres permeables; a carne cruda, lamiéndose.
Pero de golpe los olores volvieron
a su rol de insecticida y el consultorio a ser una trampa con dientes; un
escudo alerta, pero esta vez del bando contrario. Me dio recetas como para que
no volviera en meses. Su 2+2, su lógica contaminada por haber visto mundo y
haber dejado de creer, lo llevaron a concluir que yo iba por las drogas y no
por él. Las extendió casi sin mirarme, murmurando unas pocas palabras para
avisarme que ya basta, que ya nunca. Intenté explicar, pero antes de que
pudiera organizar las palabras en frases, me cerró la puerta en la cara. Así
fue como en un solo gesto, yo me había
quedado afuera de la realidad que compartíamos, como si al caminar uno pisara
el cordón y se cayera, sin entender muy bien cómo, pero teniendo que aceptar
que ya se está en el suelo.
Consumí todas las recetas como
almanaques, como condenas de farmacia, y volví. Pero nunca más pude ubicarlo en
el horario que tenía calculado con tanta precisión.
El día en que lo vi entrar al
sanatorio frente a mi trabajo, supe que había pedido el traslado. Pero la
casualidad me lo ponía adelante y era por algo. Ese día también habían vuelto
las hormigas a casa. Pero esta vez no fui al supermercado por una jeringa, ni
las consideré enemigas. Tiré azúcar sobre mi vagina y me tiré en el piso frente
a ellas, con las piernas abiertas. Cuando el ardor fue insoportable fui feliz,
como un bicho moviendo las patas, disfrutando de las texturas.
Ya casi eran las 8 de la noche y
él estaba de turno. Me vería desnuda, consagrada y más viva que antes, aunque
no quisiera, porque eso era lo menos importante. Yo había ganado el juego
imposible en la adrenalina de recomenzarlo todo, en el olor que quedaba en el
aire al retomar la cacería inútil.
Pude sentir el miedo y la
felicidad latiéndome en un solo punto, como un dolor en la garganta que no
acepta que lo ignoren, alcohol que quema y a la vez purifica; las sustancias y
el placer en su alquimia infalible. Así vivía yo el amor, circulándome como otra
sangre; alimentando su satisfacción en el cielo anticipado, pero nunca suficiente;
como otra adicción que vive de esperas.