domingo, 28 de abril de 2024

Cinco de enero en nueve de enero


Pocas cosas cambian dentro del tiempo de los gatos,

por eso cuando cambian todo comienza a acelerarse.

Por ejemplo ahora, a sus catorce, acaba de morderme

y temo el daño, la marca de otros tiempos, 

pero me doy cuenta de que el dolor no viene nunca.

La marca que deja entra en una cajita de fósforos.

En un hueco áspero que redondea una caricia.

En una boca llena de dientes erosionados 

que bordan pespuntes delicados como encajes  

en la mano que no sangra ni sufre en lo más mínimo.

No sabe, no imagina ella que lo que más me duele

es pensarla indefensa después de todos estos años,

tan inútil en sus luchas contra molinos de viento 

tan quien fue, reina de mi selva de macetas marchitas

que ahora se seca con ellas, tan de a poco, 

aunque también es la de siempre, la que me avisa 

con maullidos enormes la intersección de sentido y tiempo

en su rutina de la tarde de todos los inviernos:

“Humana, no hay nada más importante en este momento.

La luz del sol acaba de tocar la biblioteca.”

Sé que algún día esta lección será lo único que nos quede

pero todavía no quiero que nos quede solo eso.

O al menos quisiera dejarle algo, tambien, yo a ella 

igual de valioso, pero no encuentro tanta pureza en mis gestos.

Solo puedo darle techo, agua, la comida que prefiere

y apelar al protocolo del amor y la ternura

cuando me muerde ferozmente entre algodones,

y por respeto a su intención, a su inconsciencia 

por respeto al paso del tiempo que nos queda,

miro la herida, me subo a ese dolor que habita en el futuro  

que no pertenece al mundo de la carne

pero adopta en el pecho la forma cruel que más nos daña,

y me aseguro de que ella vea ahora que la lloro

para que lo sepa también después, cuando ya no pueda verlo.