lunes, 21 de marzo de 2016

Ratas



Las ratas atraviesan las paredes como superhéroes. Bailan en línea recta, dentro de un colador roto que no retiene las cosas importantes. Se las ve correr hacia la esquina de la salvación, lejos, muy lejos de mi casa, donde el Titanic acaba de zarpar hacia lo inevitable.

La mala palabra



Todavía se acordaba del día en que su abuela le enseñó a tejer. Le costó al principio poner los puntos, porque en lugar de seguir el baile de la lana por la aguja, perdía la mirada en las arrugas y las manchas de esas manos,  que parecían burlar los achaques, moviéndose con precisión y delicadeza sobre el tejido. Se preguntó cómo sería ella a esa edad y la anciana, como adivinándole los miedos, le dijo que la mujer que sabe tejer, nunca está sola. A los 65, miraba las agujas luchar entre sus palmas y las comparaba con aquellas manos que tanto le habían enseñado, antes de lo de su mamá y la palabra. Todavía no tenían manchas, pero  la piel había comenzado a describir su mapa inevitable de surcos y líneas perdidas.
“Dentro de poco te voy a tener que enseñar a tejer escarpines”, le había dicho, mientras la ayudaba a vestirse de novia,  subiendo la apuesta de la tensión, ante el ritual de la primera vez, y sus fantasmas. Apenas terminó de mencionarlo, la abuela recordó lo inevitable, y se mordió un labio. Esa fue la última vez que se vieron.
Ahora, viuda desde hacía tan poco, se había vuelto a refugiar en aquella tarea, que la anciana le había augurado como único amparo contra toda soledad.
Los recuerdos le llegaban como fotos desordenadas. Esa última mirada, el tejido resbalando hasta el piso. La última semana:
“¿A qué hora hoy?”
“Ocho, ocho treinta a más tardar”- había dicho él, yéndose a dar clases - “¿Querés que compre algo?”
“No, ya me ocupé esta mañana. Carne al horno… ¿te parece?”
“Sí. Con puré, mejor”
Con puré había dicho y ella lo había preparado tal como le gustaba. Receta de familia, aunque después de tantos años, uno no sabía qué gusto era de cada quién, en un reparto imaginario. Supongamos que venía de su lado. Recordaba a su madre batiendo las papas a punto nieve y agregando con tacto suave y preciso las especias del final. Así también lo siguió preparando la abuela, cuando se tuvo que hacer cargo, después del accidente. El puré venía, en este caso, acompañado de una  tristeza húmeda en la mirada. Homenaje silencioso  a  una hija que se había ido primero, y que nunca pudo aprender a tejer, pero que cocinaba como pocos. Cada uno abraza a los que quiere, como sabe: desde un aroma a vainilla siempre en domingo, desde unos guantes que calzan justo, a medida de nuestro calor.
En esa época la abuela dejó de hablar con ella y con todos los demás, pero tejió sus mejores pulóveres. Los iba guardando en la valija roja (que habitualmente dormía sobre el ropero), igual que a su tristeza, que estaba doblada  en rincones que no veían nunca el sol, como si la reservara para después. Fue entonces que aprendió lo que eran los silencios enormes y a practicar, hora tras hora, el punto inglés.
Fue inevitable acordarse de los escarpines y el labio mordido, cuando volvió aquel enero con los análisis en una carpeta. Muchas cosas quedaron archivadas ese día, además de sus ovarios y lo otro. Su marido había empezado a trabajar más horas en la facultad,  para pagar los estudios de fertilidad y siguió haciéndolo cuando ya no hizo falta, cuando el médico mencionó la adopción para evitar explicar aquello, que no valía la pena desglosar. Ella lo había entendido el día de la mala palabra, pero no es lo mismo la sospecha que la declaración definitiva, repitiéndole que estaba seca para siempre, y en negrita de imprenta, con sello del laboratorio, irrefutable y oficial.
Él no había podido mirarla por dos días y no volvió a mencionar el tema durante muchos años. Al marido no le gustaba hablar de ciertos temas, ni de otros. Las palabras que no le salían por la boca, se le asomaban en los ojos en los momentos menos esperados, como si fueran tigres a la espera de una carne, o un algo que se les debe, desde hace mucho. Siempre se habían resuelto un poco así, las cosas, desde el silencio y la omisión; y lo tenso, que no se iba nunca.  Incluso cuando la luna de miel terminó antes, porque él no pudo (por tercer día consecutivo), tampoco lo hablaron. De ahí en más supo que lo que insinuaban esas otras revistas (que él tenía escondidas entre la Selecciones y el National Geographic),  y lo que susurraban sus amigas, riéndose por lo bajo, eran mentiras. El sexo no era placer oculto: era sólo un trabajo, que si salía bien, prometía hijos. Pero siempre hay un punto final, donde los deseos se cumplen o se archivan y eso les había pasado a ellos. Una carpeta con ovarios y testículos; los tigres de sus ojos durmiendo la siesta de la resignación, en frascos con formol. Y un silencio, esta vez con la receta de los dos.
 Lo bueno es que nadie tenía por qué enterarse. Ella tampoco hablaba de esas cosas. Y la gente insinuó, hasta que dio por sentado lo de la carpeta. Nadie había dicho una palabra, pero todos dejaron de preguntar, casi al mismo tiempo. La gente no se había vuelto buena, o comprensiva de golpe, simplemente cambiaba de foco rápido y ese descuido, a la larga, se agradecía.   
Sí, mejor con puré.  Nos vemos a las 8. Beso-beso. Puerta que se cierra y a llenar las horas con una casa, que siempre tiene algo de menos: un rincón sin encerar, o la factura del gas que hay que reclamar que manden. Los miércoles y viernes, ir a enseñar tejido a la vecinal, pero hoy era lunes. Tocaba  descongelar la heladera y orear al sol el traje gris del marido (el único que todavía le quedaba bien), para lo del homenaje en la Universidad, que encubría lo otro: su jubilación en trámite, resistida hasta el final.
 La edad no suma puntos en ciertos ámbitos; a menudo es como una piedra que va juntando peso sobre la espalda.  Un ojo menos precavido apreciaría el festejo. Ella sabía que era un anuncio irrevocable, que lo invitaba a no volver. Sus jefes habían visto la piedra y no querían cargarla, ni omitirla. Y después ¿qué?  Sería raro comenzar el año siguiente sin la alarma del despertador a las 7. Él se refería a ese futuro con vaguedad; a veces hablaba sobre encerrarse a investigar enigmas cuánticos y otros temas que sonaban misteriosos. A ella, lo que más le resonaba era la palabra encerrarse.
Listo, el rincón, el gas y la heladera. El traje gris rumbo al sol de las dos de la tarde y al extenderlo, la percepción de un bolsillo interno tenso, demasiado cuadrado: un papel  con letras de trazo joven y seguro, no como el suyo, que ya mostraba signos indecisos, afectados por un Parkinson que recién iba asomando.
“Te amo Julio, feliz tercer aniversario. Acordate de las entradas, extraño nuestro rinconcito en el Showcase”.
Lo que más le dolió en el primer segundo, fue lo del cine. Ella había pensado durante 45 años que le daba lo mismo. A él sólo parecía gustarle mirar el clásico de fútbol, y los jueves de truco y asado con los amigos de toda la vida. La salsa bolognesa  y el puré.  Lo del sexo casi que lo entendía,  ya lo había aceptado antes, después de lo de la carpeta. Siempre dolía,  aunque desde un lugar distinto, cada vez más lavado y difuso. Acostumbrarse era una segunda traición, la propia.
“Este sí se va a quedar”, había asegurado la anciana, mientras ambas evocaban al padre y al abuelo, que habían dejado un apellido y se habían ido con los misterios de la noche. “Al hombre la panza llena y lo otro vacío”, remató al final, antes de que también se olvidara de ella en el altar, y se fuera con su valija roja, a alguna parte.  Nunca  le mencionó nada sobre las películas, de cómo eso podía ser una señal, una falta, un hombre que no es feliz. Quizás a éste en particular no le alcanzaba con eso, sino que prefería  cualquier cosa que pudiera hacer sin ella, donde no fuera necesaria, donde los tigres disfrutaran del paisaje, sin tener que contrastarlo con una realidad tan lejana al sueño.
“Encerrarse: retirarse del mundo, incomunicarse”, le escupía sin concesiones el diccionario, como un viejo peor enemigo que grita desde el último cajón de la cómoda verde, como un insulto ciego que ya no es noticia, como si decir la verdad fuera gratis.
Sintió que no podía unir la imagen de Julio, con ese Julio de la otra y durante dos días, simuló desde lo cotidiano, para poder observarlo mejor, para mirar desde lo desnudo a este hombre que, al final, quién sabe quién era. Porque ésta no se parecía a las anteriores, donde volvía envuelto en sexos ajenos por un par de noches: un olor animal, profundo y vinoso, mal disimulado con perfumes baratos, o no, según la que hubiera tocado. Así las distinguía ella, por el perfume de mentira, porque en el otro eran todas casi iguales. En esos momentos, instauraba la guerra fría, armada sólo con un vacío lleno de distorsión, hasta el paulatino regreso al punto anterior y lo manso, o mejor dicho, lo amaestrado. Pero esta vez era distinto, porque involucraba un olor diferente: a tigre que por un tiempo había dejado de mirar hacia afuera, distraído con un cielo raro y único.
 Ella se había jurado no hablar hasta estar segura, como se hacía siempre; otro puré heredado. Por momentos no se sentía con derecho a reclamar, pero le parecía injusto quedarse así, tan absorbiendo lo que fuera, como a quien nada afecta, como la esponja de siempre.
No, esta vez era otra cosa. Tres años ya son un camino construido, muchas camas al unísono, esculpiendo rutina paralela.  Era en esta redundancia donde estaba el peligro y un pozo con todos sus miedos. Incluso  la carpeta podría haberse abierto a sus espaldas, llevándose él sus testículos a esa nueva vida, llena de cine y tres años que le habían robado en un gotero, sin que se diera cuenta. Después ella quedaría sola y rota,  con su ser de esponja absorbiendo el formol del frasco demasiado grande para uno, hasta ahogarse, hasta atragantarse con lo quieto.

Ya en miércoles, agradecía tener una excusa para salir y variar de tema en su cabeza, al menos por dos horas. De las 5 alumnas de la vecinal, faltaban dos: Clarita y su prima, María Inés. Tendría que llevarse de vuelta la lana que le habían encargado. Tres asistentes era una cifra manejable, como si el destino la acompañara para distribuir su atención, sin que la notaran ausente.
A las 6 en punto terminar la clase. A las 6.25 encontrarse con el hombre en el bar de la otra cuadra (uno que no frecuentara ningún conocido), con una foto de él, unas llaves extrañas, y una serie de horarios para que pudiera seguirlo sin errores. Contar la plata para pagarle el adelanto. Correr a la verdulería para comprar los tomates de la ensalada, preparar el resto de la cena y el teléfono, cortando en dos su modo semiautomático. Era el secretario de la facultad,  augurando mucha emoción en la fiesta, pero igualmente enfático en la urgencia de regularizar los papeles. Que después del 5 iban a tener problemas con el Ministerio y la licencia. Sí, estarían todos los compañeros para desearle éxitos en la nueva etapa. Un chico excelente, el reemplazante. Venía recomendadísimo por el director; hasta coincidían en apellido. Pero que no se olvide, por favor: con urgencia (remarcó, por segunda vez). Hasta la semana que viene, señora. Quetengabuenasnoches, Dioslabendiga.
Después el infierno de la cena, donde ella trató de esquivar la mirada del marido, por miedo a que leyera en la suya los interrogantes y las certezas. Sintió la cara desencajada y los labios hechos una piedra, como amasados a cachetazos. Comió lo suficiente como para no generar extrañezas y alegó un cansancio extremo, para refugiarse en una cama que la mantuvo despierta por horas.
Amanecer de jueves; el abismo seguía ahí, esperándola en el café con leche.
 “¿A qué hora hoy?”
“Tipo 11, le festejamos el cumpleaños a Soto.”
“Bueno. No te olvides de mandar el telegrama antes de ir al asado.”
“Como si esos hijos de puta necesitaran telegrama. Igual me van a rajar, aunque no les llegue ningún papel.”
“No hables así, hace años que venías amagando con jubilarte. Este año te hicieron el favor.”
“Vos te confundís fácil, Esther: cualquiera viene y te convence de todo. Una cosa es que yo esté cansado de vez en cuando y otra es que éstos me declaren inservible. Pero qué vas a entender vos, si tu único conflicto con el mundo es ver qué la pasó a Clarita que hace dos semanas que no pinta por tu clase.”
“…”
“Igual, el telegrama ya lo tengo listo, quedate tranquila” – dijo él, queriendo evitar otra vez, la confrontación demasiado prolongada. Una sensación rara en sus ojos, un temor viejo, aquel gran desprecio, capa sobre capa.
Beso- beso y lo tenso, como una presencia más que se congela de este lado de la puerta.  A ella le hubiera encantado que esa vez, fuera hasta el fondo de la furia y se la mostrara, como un objeto raro y bizarro que uno guarda en una cajita, pero que por eso mismo elige compartir con pocos. Hubiera sido un gesto cómplice, al menos.

El teléfono otra vez, con datos precisos, los que ella había pedido y por los que había pagado el martes. Una alumna de tercer año. Se encontraban en un lugar a 15 cuadras, los viernes cuando ella estaba en la vecinal y algún que otro jueves. Sí, esa llave extraña era de su casa. Se llamaba Fátima, tenía 35 años y había nacido el mismo día en que ellos cumplían 10 años de casados. Hasta eso habían logrado amargarle: el único evento donde todo se había dado con normalidad, donde  un hombre había agarrado su mano ante Dios y prometido cosas que ninguno de los dos recordaba. ¿Le habría parecido una ironía, también a él, lo de la fecha? Jugar a pensar como Julio, en una situación semejante, le revolvió el estómago. Esta vez no tuvo que fingir para levantarse de la mesa, e ir a acostarse temprano. Él llegó media hora después; ella se durmió para evitar olerlo.

Y entonces despertar en viernes, sabiendo que ese era el día:
“¿A qué hora hoy?”
“ Tipo 1. Me hacen la despedida los del laburo, en un bar.”
“ ¿Te dejo algo de comida en el horno?”
“ No, dijeron que vamos a cenar. Y después nos quedamos de sobremesa, si estamos con ganas.”
“Bueno, pasala bien. Yo voy a la vecinal y después a pasear un rato.”
Su marido no se iba, parecía buscar algo que no aparecía.
“¿No viste unas llaves? Estaban en un llavero de metal con un escudo de Boca.”
“No ¿de qué son?”
“Las debo haber dejado en la facultad…”
“¿Las necesitabas hoy?
“Se las tengo que devolver a Soto, son del laboratorio. Deben estar en la oficina.”
“¿No era de River, Soto?”
Él hizo como si no escuchara, concentrado innecesariamente en una noticia que mostraban por televisión.
“Estate atenta por si hay paro el lunes. Si encontrás las llaves, ponelas en la mesita de luz.”
“Es en Chubut el paro.”
“Ah.”

Beso- beso.
El último intercambio.
La presencia tensa, pero esta vez sin quedarse quieta, sino trepada a sus hombros. Un ejército de mentiras, las gotas que rebasan el vaso. Ya en la clase, ver que Clarita había faltado otra vez y ella, con su lana blanca en el bolso, para todos lados. Al menos le podría haber avisado que no venía más, pero María Inés, la prima, tampoco sabía mucho. La lana le molestaba más que el miércoles, porque no dejaba de enredarse con el llavero de Boca, que nadaba en el bolso. Adentro también tenía  las agujas N° 16, caramelos de propóleo,  billetera y el propio juego de llaves, menos importante ahora que el otro, aunque también se enredaba. Lamentó no haber comprado una de esas carteras con varias divisiones.
Esperar un rato frente a la casa, pasear la mirada mil veces por el dibujo de la puerta con el doscientos veintidós: tres patitos en fila, dos patitos escapando al tercero, que tenía un bolso con lana enredada y nada que perder. Esperar el cambio de luces en las ventanas; esperar lo suficiente, mientras en su cabeza lo que sucedía adentro se proyectaba como un teatro de sombras.

Ellos no la escucharon entrar, estaban desnudos y dormidos en una cama todavía húmeda, que olía a lo de siempre, aunque sin perfume del caro ni del barato. Dos cosas le habían dolido mucho: una había sido el cine y ahora ese otro olor, uno nuevo, el de la ternura, que no reconocía en carne propia, pero que parecía prometerles a otros la salvación.
A ella, algunas cosas le quedaban enormes y el único poder que tenía sobre eso, era borrarlas de su vista. Como a los diccionarios, que en su casa estaban escondidos en el último cajón de la cómoda verde, porque no podría soportar tener a la vista algo que explicara su verdad con tanta distancia, desde un lugar neutro pero no por ello, menos dañino. Pero había tantos diccionarios, tanta gente dispuesta a saber, innecesariamente. Gente que no había averiguado todavía  que a veces, es mejor ignorar, porque de las palabras no se vuelve, aunque uno crea que pagó lo suficiente como para esquivarlas toda una vida. Eran como chusmas de barrio, como murmullos impresos que la acusaban en silencio, que la desnudaban en ecos en cada biblioteca.

No había tijeras en su bolso, pero sí las agujas N° 16, las que usaba para enseñar.
La autopsia diría que la muerte fue a las 18.35. El lado cruel de la democracia señalaría que se usaron agujas iguales para ambos, en un golpe preciso y profundo, aunque a él le reservó un segundo de sorpresa, para que entendiera.
 “Abrí los ojos, Julio, ésta también soy yo” le dijo, a ver si le generaba algo en esa última mirada; lo que fuera, pero no esa indiferencia de años, o ese temor silencioso que le impidió confrontarla cuando el bisbís de los otros fue tan grande, o incluso cuando la carpeta le confirmó las razones para el asco. Verlo a él ahora, era verla a la abuela, apostando por el mejor candidato, aunque ellas sabían que había sido el único que se atrevió.
Era inevitable traer a la ausente; a ambas, en ese momento. Su abuela, antes del gran silencio, había dedicado día y medio a aclararle a cada asistente al velorio de su hija que los accidentes pasan, que las tijeras a veces están como a propósito en los lugares menos indicados, que los chicos no saben del peligro. Se mudó lejos cuando el espanto comenzó a pesarle más que esa verdad que no quiso afirmar, porque la sangre era una sola sangre y eso vuelve todo inmanejable.  En cambio él se quedó sin quedarse, a cierta distancia de la que no se vuelve, de la que se avanza y se escapa hacia otros lados, pero no muy lejos, porque proclamar la estafa lo hacía sentir más ridículo que comprar la historia. Un tigre enjaulado durante años, con la puerta abierta.
A la amante la dejó tirada en la cama, para luego poder observarla como desde microscopios, para tratar de entender qué era lo que él veía, cuando la hacía feliz. Hubiera querido diseccionarla para verle el mecanismo; sacar afuera sus ovarios para tenerlos frente a frente, medirse con ellos, apretarlos hasta que supieran quién tenía el poder ahora y a la vez admirarlos, brindarle los respetos que uno le otorga a los misterios más temidos. Los encarpetaría, también, pegados a la mala palabra, aunque una vez que los vio derrotados,  comenzó a despreciarlos. Qué rápido pueden cambiar los lugares de las cosas, si  ahora ella, la seca, era lo más vivo del lugar.
Marcó el número en el teléfono y habló por dos minutos exactos. Después sacó las agujas de los cuerpos, como deshaciendo un ritual y sin limpiarlas, comenzó a poner los puntos usando la lana de Clarita, que ahora parecía desenredarse sola.
Todo era cuestión de pedirle una jugada más al destino y en esto estaba el breve segundo entre ganar o perder. Si la encontraban antes,  le soltarían un “Tiene derecho a guardar silencio”, pero esa era la parte fácil. Ni el puré, ni el Santa Clara le salían tan bien.  Ella podía rendir su prueba mayor, aunque se le complicaba el punto inglés con las manos viscosas. Poner un punto y ver en el giro siguiente una vuelta más hacia la liberación. No pertenecerle a nadie, no pasar de su madre a su abuela, de su abuela a un marido, del marido al estado,  sentenciándola con leyes parecidas, con  juicios que no distaban mucho de la abuela reprochándole en silencio su don de monstruo. 
La lana blanca  cambiando a rojo  en un degradé que empezaba a coagular. Trató de encontrarle sentido al diseño: acá parecen nubes o un camino; flores detrás de una ventana empañada.  Se preguntó  si el diseño podría ser considerado suyo, o si era así como se veía la muerte, dibujando.  Recordó el arte de su madre aquella última vez,  una gota que viaja del estómago a las tijeras, de la tijera al piso y marca la x en el mapa de los culpables. La madre olor a vainilla, la misma que le había gritado: “¡Hermafrodita de mierda!” cuando le arruinó, sin querer, el postre. De tan chica que era, no supo y  lo tuvo que ir a buscar al diccionario, tan inconvenientemente guardado junto a las tijeras.  
En la casa de los tres patitos no pudo ver, a simple vista, ningún diccionario, aunque de haberlo encontrado le hubiera gustado refregarle a la amante la palabra puta, hacerle tragar la hoja, preguntarle si la pe tenía un gusto distinto de la hache, con la que ella vivía atragantada.
Pero ahora no importaban las palabras sino ganar la carrera, ser con sus agujas más rápida que las del tiempo y atravesar, como postas, los instantes: el tejido resbalando hasta el piso por las manos aún mojadas, las vueltas de una calesita envolviéndola en hilos cada vez más ajustados. El monstruo con dos sexos borrando su rastro en la carpeta, la mala palabra en una boca lavada con jabón. Una  mariposa tullida hacia una libertad efímera, una araña latente a la espera de su asfixia, la metamorfosis interrumpida por armas y linternas apuntando, una horca que llega a tejer su nudo demasiado tarde.