Tuvo que matarla.
No era grande ni negra, sino una especie de semilla marrón con patas y
habilidad para desplazarse. No le gustó que lo hiciera sobre su mesada. Eso
figuraría en su biografía si tuviera una, pero imaginó que ninguna cucaracha
vivía tanto como para dejar plasmada la historia de sus consanguíneos. Sangre
no, eso que tenían las cucarachas adentro. En su honor el amarillo era el color
del asco, seguramente.
La tiró en el
inodoro y aprovechó para mearle encima. Eso de cuidar el agua estaba haciendo
efecto en su moral y malas costumbres. No disfrutó del momento, sin embargo,
porque no había tenido la suficiente paciencia para observar si el bicho estaba
realmente muerto. Se imaginó una cámara, una cucaracha trepando, una película
de terror. La cosa subiendo y entrando por algún agujero corporal, jugando al
tatetí antes de elegir el culo por proximidad con el borde. Una vez adentro recorrería sus intestinos y
se enteraría de lo que había comido en el día. Compartían gustos parecidos,
podrían cenar juntas alguna vez. Se serviría de la comida procesada antes de
seguir avanzando. Encontraría la forma de darle vueltas al laberinto y llegar a
su cerebro. La mierda de abajo no tendría comparación con la de arriba; harían
falta un par de moscas coronando los pensamientos para darle marco a ese
festín. Encontraría recuerdos perdidos, sublimados, enterrados en el mismo
lugar donde caían por falta de psicoanalista. La falta de espacio y el paso de
los años los habían convertido en una bola de chicle pegoteada, maloliente,
imprecisa.
Sin embargo, tanta
porquería acumulada no ayudaba a la persona a llegar a la esquina y volver. A
la supervivencia no le servía una foto de mamá en Mar del Plata, ni la fecha
donde había muerto su tortuga. El sentido práctico estaba adornado con
florcitas y toda clase de pavadas a las que el humano se aferraba, como si al
final de la vida lo único que lo ayudara a seguir adelante fueran las postales
de otro tiempo, de la alegría gozada y perdida quién sabe cuándo.
¿Cuáles eran las
necesidades básicas de la gente, entonces, si lo único que importaba al final
de la vida eran las OTRAS cosas? ¿Cómo subsistirían las siguientes generaciones
a partir de esas experiencias? ¿Hacia dónde iba su evolución si el eje no
estaba puesto en la reproducción y en conseguir comida, sino en la felicidad? Si
fueran del mismo tamaño que cualquier bicho, los humanos no sobrevivirían a una
lluvia o una chancleta. Ser persona estaba sobrevalorado, solo venían a gastar
el tiempo en subjetividades. Debía salir de ahí cuanto antes, el afuera era más
interesante.
Ella se rascó la
oreja, porque sintió pasos adentro. Después tiró la cadena, pensando que había
vencido. Algo marrón se deslizó por la rejilla, un lugar tranquilo y directo, donde las suciedades no ocultaban
lo que eran. Coherencia, que le dicen.
Las cucarachas
sobrevivimos a todas las guerras porque aspiramos a ser muchas, sin atajos
conceptuales. Y para sobrevivir, observamos. Nos da risa eso de lo imaginario;
cómo la gente manda a la mierda la verdad y lo aparente cuando hay que llenar
las tripas. La vida es una sola y se sostiene de cosas concretas que se pueden
poner arriba de una mesada.
“Al final no somos
tan distintos.” – se dijo en la oscuridad- “Pero estamos de acuerdo en disimularlo.”