"El amor es algo demasiado maravilloso para que uno pueda andar preocupándose por el destino de dos personas que no hicieron más que tenerlo, de manera inexplicable. Lo que pudiera suceder con don Eladio Linacero y doña Cecilia Huerta de Linacero no me interesa. Basta escribir los nombres para sentir lo ridículo de todo esto. Se trataba del amor y esto ya estaba terminado, no había primera ni segunda instancia, era un muerto antiguo. Qué más da el resto. Pero en el sumario hay algo que no puedo olvidar. No trato de justificarme; pueden escribir lo que quieran las ratas del juzgado. Toda la culpa es mía: no me interesa ganar dinero ni tener una casa confortable, con radio, heladera, vajilla y un watercló impecable. El trabajo me parece una estupidez odiosa a la que es difícil escapar. La poca gente que conozco es indigna de que el sol le toque en la cara. Allá ellos, todo el mundo y doña Cecilia Huerta de Linacero.
Pero en el sumario se cuenta que una noche desperté a Cecilia, “la obligué a vestirse con amenazas y la llevé hasta la intersección de la rambla y la calle Eduardo Acevedo”. Allí, “me dediqué a actos propios de un anormal, obligándola a alejarse y venir caminando hasta donde estaba yo, varias veces, y a repetir frases sin sentido”. Se dice que hay varias maneras de mentir; pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene.
Aquella noche nos habíamos acostado sin hablarnos. Yo estuve leyendo, no sé qué, y a veces, de reojo, veía dormirse a Cecilia. Ella tenía una expresión lenta, dulce, casi risueña, una expresión de antes, de cuando se llamaba Ceci, para la que yo había construido una imagen exacta que ya no podía ser recordada. Nunca pude dormirme antes que ella. Dejé el libro y me puse a acariciarla con un género de caricia monótona que apresura el sueño. Siempre tuve miedo de dormir antes que ella, sin saber la causa. Aún adorándola, era algo así como dar la espalda a un enemigo. No podía soportar la idea de dormirme y dejarla a ella en la sombra, lúcida, absolutamente libre, viva aún. Esperé a que se durmiera completamente, acariciándola siempre, observando cómo el sueño se iba manifestando por estremecimientos repentinos de las rodillas y el nuevo olor, extraño, apenas tenebroso, de su aliento. Después apagué la luz y me di vuelta esperando, abierto al torrente de imágenes.
Pero aquella noche no vino ninguna aventura para recompensarme el día. Debajo de mis párpados se repetía, tercamente, una imagen ya lejana. Era precisamente, la rambla a la altura de Eduardo Acevedo, una noche de verano, antes de casarnos. Yo la estaba esperando apoyado en la baranda metido en la sombra que olía intensamente a mar. Y ella bajaba la calle en pendiente, con los pasos largos y ligeros que tenía entonces, con un vestido blanco y un pequeño sombrero caído contra una oreja. El viento la golpeaba en la pollera, trabándole los pasos, haciéndola inclinarse apenas, como un barco de vela que viniera hacia mí desde la noche. Trataba de pensar en otra cosa; pero, apenas me abandonaba, veía la calle desde la sombra de la muralla y la muchacha, Ceci, bajando con un vestido blanco.
Entonces tuve aquella idea idiota como una obsesión. La desperté, le dije que tenía que vestirse de blanco y acompañarme. Había una esperanza, una posibilidad de tender redes y atrapar el pasado y la Ceci de entonces. Yo no podía explicarle nada; era necesario que ella fuera sin plan, no sabiendo para qué. Tampoco podía perder tiempo, la hora del milagro era aquella, en seguida. Todo esto era demasiado extraño y yo debía tener cara de loco. Se asustó y fuimos. Varias veces subió la calle y vino hacia mí con el vestido blanco donde el viento golpeaba haciéndola inclinarse. Pero allá arriba, en la calle empinada, su paso era distinto, reposado y cauteloso, y la cara que acercaba al atravesar la rambla debajo del farol era seria y amarga. No había nada que hacer y nos volvimos."
La caja abierta y cerrada de Schrodingër. Y lo que pasa por la neurona del gato mientras tanto.