así pues, te has ido
dejándome aquí
en una habitación con la persiana rota
y el Idilio de Sigfrido sonando en una pequeña radio roja.
y te fuiste tan rápido,
tan de repente como llegaste
y mientras te enjugaba la cara y los labios
abriste los ojos más grandes que aún pueda ver
y dijiste: «es posible que supiera
que eras tú»,
y me reconociste
aunque no durante mucho rato
y un viejo de piernecitas blancas
en la cama de al lado
dijo: «no quiero morir»,
y volvió a salirte sangre
y la sostuve en el cuenco de mis manos,
todo lo que quedaba
de las noches, y también de los días,
y el viejo seguía vivo
pero tú ya no,
nosotros ya no.
y te fuiste como llegaste,
me dejaste rápidamente,
me habías dejado tantas veces antes
cuando pensaba que me destrozaría
pero no me destrozaba
y tú siempre volvías.
ahora he apagado la radio
y alguien en el apartamento de al lado da un portazo.
la condena es firme: no te encontraré en la calle
ni sonará el teléfono, y ni un solo momento
podré estar en paz.
no es suficiente que haya muchas muertes
y que esta no sea la primera;
no es suficiente que pueda vivir muchos más días,
quizá incluso más años.
no es suficiente.
el teléfono es como un animal muerto que no
habla, y cuando hable de nuevo, ahora siempre será
la voz equivocada.
te he esperado otras veces y siempre has entrado por
la puerta. ahora tú tienes que esperarme a mí.