Pocas cosas cambian dentro del tiempo de los gatos,
por eso cuando cambian todo comienza a acelerarse.
Por ejemplo ahora, a sus catorce, acaba de morderme
y temo el daño, la marca de otros tiempos,
pero me doy cuenta de que el dolor no viene nunca.
La marca que deja entra en una cajita de fósforos.
En un hueco áspero que redondea una caricia.
En una boca llena de dientes erosionados
que bordan pespuntes delicados como encajes
en la mano que no sangra ni sufre en lo más mínimo.
No sabe, no imagina ella que lo que más me duele
es pensarla indefensa después de todos estos años,
tan inútil en sus luchas contra molinos de viento
tan quien fue, reina de mi selva de macetas marchitas
que ahora se seca con ellas, tan de a poco,
aunque también es la de siempre, la que me avisa
con maullidos enormes la intersección de sentido y tiempo
en su rutina de la tarde de todos los inviernos:
“Humana, no hay nada más importante en este momento.
La luz del sol acaba de tocar la biblioteca.”
Sé que algún día esta lección será lo único que nos quede
pero todavía no quiero que nos quede solo eso.
O al menos quisiera dejarle algo, tambien, yo a ella
igual de valioso, pero no encuentro tanta pureza en mis gestos.
Solo puedo darle techo, agua, la comida que prefiere
y apelar al protocolo del amor y la ternura
cuando me muerde ferozmente entre algodones,
y por respeto a su intención, a su inconsciencia
por respeto al paso del tiempo que nos queda,
miro la herida, me subo a ese dolor que habita en el futuro
que no pertenece al mundo de la carne
pero adopta en el pecho la forma cruel que más nos daña,
y me aseguro de que ella vea ahora que la lloro
para que lo sepa también después, cuando ya no pueda verlo.