La médica aferrada al protocolo del silencio.
Sus ojos que evaden el contorno de mis ojos, de mi signo de pregunta
y la habitación llena de gargantas con rincones anudados.
La gata sobre la mesa, acostada.
El alcohol que le moja la panza y la deja pegajosa.
La sonda del ecógrafo dando vueltas. En silencio.
Gira el alcohol, sus pelos, el futuro no tan eterno
y el pasado en revisiones. Solo la luz blanca y negra
dice la verdad en la pantalla. La mujer también va a decirla a su tiempo
pero ahora tiene que inventar un molde para darle forma a la tristeza
y es por eso que en lugar de hablar de lo blanco, lo negro o lo indecible
me ofrece todo el silencio como favor, como regalo
y no ve que en realidad me da un cálido apretón con manos
que esconden hojas de afeitar cuyas heridas no pueden retractarse.
Ella cree que la piedad es una reverencia amable
que se hamaca en el borde de la duda, de los labios,
pero no sabe, o no aprendió todavía
que la mirada delata, y en el blanco del ojo, más adentro,
en su pupila honda como todo lo que grita
veo el llanto del tic tac inexorable del reloj y los cuchillos
que cantan el último el definitivo no va más y pierdo todo
en la ruleta del tiempo en que Mía y yo nos despedimos.