jueves, 17 de octubre de 2024

Cinco de enero en dieciséis de octubre

 

La médica aferrada al protocolo del silencio.
Sus ojos que evaden  el contorno de mis ojos, de mi signo de pregunta  
y la habitación llena de gargantas con rincones anudados.
La gata sobre la mesa, acostada.
El alcohol que le moja la panza y la deja pegajosa.
La sonda del ecógrafo dando vueltas. En silencio.
Gira el alcohol, sus pelos, el futuro no tan eterno 
y el pasado en revisiones. Solo la luz blanca y negra
dice la verdad en la pantalla. La mujer también va a decirla a su tiempo
pero ahora tiene que inventar un molde para darle forma a la tristeza
y es por eso que en lugar de hablar de lo blanco, lo negro o lo indecible 
me ofrece todo el silencio como favor, como regalo
y no ve que en realidad me da un cálido apretón con manos
que esconden hojas de afeitar cuyas heridas no pueden retractarse.
Ella cree que la piedad es una reverencia amable 
que se hamaca en el borde de la duda, de los labios,
pero no sabe, o no aprendió todavía
que la mirada delata, y en el blanco del ojo, más adentro,
en su pupila honda como todo lo que grita
veo el llanto del tic tac inexorable del reloj y los cuchillos
que cantan el último el definitivo no va más y pierdo todo
en la ruleta del tiempo en que Mía y yo nos despedimos.



domingo, 28 de abril de 2024

Cinco de enero en nueve de enero


Pocas cosas cambian dentro del tiempo de los gatos,

por eso cuando cambian todo comienza a acelerarse.

Por ejemplo ahora, a sus catorce, acaba de morderme

y temo el daño, la marca de otros tiempos, 

pero me doy cuenta de que el dolor no viene nunca.

La marca que deja entra en una cajita de fósforos.

En un hueco áspero que redondea una caricia.

En una boca llena de dientes erosionados 

que bordan pespuntes delicados como encajes  

en la mano que no sangra ni sufre en lo más mínimo.

No sabe, no imagina ella que lo que más me duele

es pensarla indefensa después de todos estos años,

tan inútil en sus luchas contra molinos de viento 

tan quien fue, reina de mi selva de macetas marchitas

que ahora se seca con ellas, tan de a poco, 

aunque también es la de siempre, la que me avisa 

con maullidos enormes la intersección de sentido y tiempo

en su rutina de la tarde de todos los inviernos:

“Humana, no hay nada más importante en este momento.

La luz del sol acaba de tocar la biblioteca.”

Sé que algún día esta lección será lo único que nos quede

pero todavía no quiero que nos quede solo eso.

O al menos quisiera dejarle algo, tambien, yo a ella 

igual de valioso, pero no encuentro tanta pureza en mis gestos.

Solo puedo darle techo, agua, la comida que prefiere

y apelar al protocolo del amor y la ternura

cuando me muerde ferozmente entre algodones,

y por respeto a su intención, a su inconsciencia 

por respeto al paso del tiempo que nos queda,

miro la herida, me subo a ese dolor que habita en el futuro  

que no pertenece al mundo de la carne

pero adopta en el pecho la forma cruel que más nos daña,

y me aseguro de que ella vea ahora que la lloro

para que lo sepa también después, cuando ya no pueda verlo.


 

martes, 30 de enero de 2024

Dos de enero del veinticuatro

El pliegue catorce de la cortina termina con un gato en la ventana.

El dobladillo de la vida (a veces) no es más que eso:

la luz de la tarde apoyada sobre los bordes de los edificios,

la luz que muere enredada entre los pliegues de una cortina,

un gato que presencia esa muerte como otra paloma

que se apoya en la reja del balcón y no puede ser alcanzada

salvo desde el anhelo. El anhelo 

es el formulario menos oscuro de la esperanza. 

La esperanza solo funciona si tiene eco en alguna parte.

En este caso rebota en mí, en la luz, en la cortina,

en los pliegues que toda la tarde esperan al gato

para acariciarlo. En la paloma que solo anhela nido, huevo

y que coquetea con su olor para que el gato se relama, 

para que sueñe con atraparla cada tarde

para que en esa simple repetición 

encuentre los siete sentidos de una vida

que yo no soy capaz de aprehender

por más que renazca una vez, otra vez, y otra.


domingo, 23 de julio de 2023

Charles Bukowski a Jane Cooney Baker, fallecida el 22/01/62




así pues, te has ido

dejándome aquí

en una habitación con la persiana rota

y el Idilio de Sigfrido sonando en una pequeña radio roja.


y te fuiste tan rápido,

tan de repente como llegaste

y mientras te enjugaba la cara y los labios

abriste los ojos más grandes que aún pueda ver

y dijiste: «es posible que supiera

que eras tú»,

y me reconociste

aunque no durante mucho rato

y un viejo de piernecitas blancas

en la cama de al lado

dijo: «no quiero morir»,

y volvió a salirte sangre

y la sostuve en el cuenco de mis manos,

todo lo que quedaba

de las noches, y también de los días,

y el viejo seguía vivo

pero tú ya no,

nosotros ya no.


y te fuiste como llegaste,

me dejaste rápidamente,

me habías dejado tantas veces antes

cuando pensaba que me destrozaría

pero no me destrozaba

y tú siempre volvías.


ahora he apagado la radio

y alguien en el apartamento de al lado da un portazo.

la condena es firme: no te encontraré en la calle

ni sonará el teléfono, y ni un solo momento

podré estar en paz.


no es suficiente que haya muchas muertes

y que esta no sea la primera;

no es suficiente que pueda vivir muchos más días,

quizá incluso más años.


no es suficiente.

el teléfono es como un animal muerto que no

habla, y cuando hable de nuevo, ahora siempre será

la voz equivocada.


te he esperado otras veces y siempre has entrado por

la puerta. ahora tú tienes que esperarme a mí.



domingo, 18 de junio de 2023

Completar el álbum

 


No tengo muchas fotos con mi padre. Y él, al irse,
tampoco se llevó las suyas. Las del pasado. Las de su infancia.
Las de su adolescencia en el San Carlos.
Las del servicio militar obligatorio. 
Las diapositivas del viaje de casamiento a Bariloche.
Miro aquellas fotos y hablan de un chico que no me resulta conocido.
No sé por qué sonreía. No sé si en ese momento 
los atardeceres eran amarillos, blancos o naranjas.
Solo tengo un par de imágenes donde él está contento
y yo era muy chica para saber de últimas veces.
Él dejó atrás esas fotos para construir otras imágenes
de las que tampoco conozco nada. Los nuevos amigos.
Los nombres de sus mascotas. 
Por qué la montaña y nunca el mar.
La forma en que la alegría encuentra 
nuevas formas de reinventarse.
Ahora hemos perdido el hilo que da continuidad y sentido 
a las postales en blanco y negro de sus dieciocho años 
que envejecieron lejos de sus últimas sonrisas
todavía analógicas,  pero a todo color,
y tampoco encuentro el que une las fotos de nuestra intersección temporal, 
donde él me miraba y yo no lo hacía, 
porque todavía era temprano para este futuro 
en el que quisiera revelarme como una mancha oscura en el celuloide,
una mancha que pudiera detener la luz 
para desviarla en forma de pregunta. Una sola:
“¿qué te hacía sonreír cuando todo era una mierda?”.
No sé si se pueden exprimir los recuerdos que nunca conocimos 
para reconstruir una historia que nos pertenece a medias.
Pero lo intento. Todos los días tiro los dados de la suposición y la metáfora 
para reagrupar estos flashes de un rompecabezas 
que hace poco llegó a mis manos en una valija que nunca volverá a mudarse.


domingo, 24 de julio de 2022

Materiales


 Sé que dentro de esta casa los objetos rotos guardan sus quimeras

en saquitos usados de café que no limpio. Debería barrerlos. Los escondo en la alacena.

De día las quimeras se hacen cómplices de las tazas, de los frascos, de las puertas,

hacen ritos donde escupen juntas contra la dictadura del movimiento y de las luces,

mientras esperan que la noche salga del baño y del resto de las habitaciones.

Pero a veces no la esperan. Se liberan solas cada septiembre en los aniversarios de la muerte 

y festejan bailando entre cactus, semillas y la inutilidad de algunos muebles

hasta que llegan los muertos que reclaman las cenizas que todavía no han sido enterradas

y la fiesta termina en la búsqueda del alma que los monstruos han dejado en alguna parte.

Sobre los objetos quedan cenizas que corresponden un poco a todos nosotros.

Lo sé porque me choco constantemente con esos muebles al limpiarlos.

Los bordes de los muebles se hacen más agudos en las letras de aquel nombre

que a su vez nombra el miedo, el símbolo, la sangre, lo ajado del sol, a veces,

y la luz que se apagó de golpe cuando de golpe se agotaron todos los materiales

que desaparecen al fin cuando limpio la alacena, los saquitos, las cenizas, las quimeras.

Solamente entonces sé que es seguro abrir la puerta de esta casa.

Solamente aquellos que limpian y ordenan la casa con sus propias manos

saben de qué están hechas la memoria, la mierda y el resto de sus mugres.



lunes, 16 de mayo de 2022

Detrás de la calma

 

Me reencuentro con la belleza en calma,

con sus paralelas verdes, con los caminos seguros

que espejan las simetrías rotas del eco del estanque.

Disfruto. Doy diez pasos en dirección opuesta a la tormenta, 

confío en lo que los bordes me proponen

pero me choco con dos palomas muertas que me avisan

que detrás de la calma no siempre hay caminos ni futuro.