Si el tipo no hubiera estado por
chocarme, ya estaría tocando timbre de mi amiga. La esperaría abajo dos minutos
y en diez más, las dos estaríamos sentadas
al lado del río, tomando mate. Tantos días lloviendo y justo ahora el
tipo me cruza, arruinando todo.
Tendría unos 40 años. Venía en
sentido contrario y caminaba sin dejar de mirar hacia atrás. El radar de todas
formas parecía funcionarle, porque llegó a detectarme a tiempo, trazar una
línea alternativa en su camino para evitarme, y recién después se concentró en
mirar al frente.
Lo perdí de vista, pero como si me
hubiera pasado una posta o una misión ineludible, tuve que mirar también. Todo
está frente a nuestros ojos, pero hay que saber aislarlo de la maleza, del
cemento y del resto del paisaje. Sin embargo, esta vez me pareció que no había
mucho para abstraer, sólo un viejo con su perro.
El viejo caminaba con paso de domingo, en
jueves. Era un hombre estándar, actuando
de forma estándar para lo que se espera de un tipo paseando su mascota a las
tres y cuarto de la tarde, y al segundo perdí el interés. Entonces dediqué mi
exploración al perro y detecté que era rengo o algo pasaba con su coordinación.
Al acercarme un poco más, pude ver que la renguera se debía al desequilibrio
que le producía un tumor del tamaño de un pomelo, colgando en el costado
izquierdo. Era inevitable; hipnotizaba verlos caminar de esa forma acompasada y
lenta, de derecha a izquierda. Era como si el viejo se hubiera amoldado al
movimiento del perro, y el perro, al movimiento del tumor. Los dos eran como un
solo péndulo, danzando en la vereda.
Cada tanto el viejo rompía la
coreografía para intervenir ante los obstáculos del animal, que al parecer
también estaba ciego. Ambos tenían cuidado de no pisarse. El viejo se veía sano, pero ya se percibía en su mano
un leve temblor que se transmitía como un eco por la correa. Aquello era como un código morse que llegaba hasta
la piel del animal, recordándole que era ese hombre en particular el que lo
paseaba, y no otro. De a ratos un cambio sutil en la tensión de la correa reacomodaba
el paso del viejo o del perro. En esos momentos no se sabía quién conducía a
quién, como si los dos tuvieran igual peso en la decisión de ir hacia allá, o
hacia el otro lado.
No les hacía falta mirarse para
tener la certeza del otro, para adivinarse en esos ruidos y gestos familiares
que venían del costado. Se parecían un poco, aunque al viejo parecía pesarle otro
tipo de tumor: sus años amarillos llenando de plomo las alpargatas, un pomelo
propio que había tardado en crecer pero que ahí estaba, amanecido como un sol que
llega a casa sin ser invitado.
El viejo se rascó la espalda y
desde el bolsillo de atrás del pantalón empezó a asomarse algo, lentamente:
podía ser un pañuelo, después pareció una tarjeta, hasta que me di cuenta que
era una billetera, queriendo zafarse. Ahora eran cuatro en el baile, moviéndose
al unísono. Poco iba a durar, sin
embargo. La billetera siguió deslizándose hasta que logró su objetivo y cayó
sin ruido, al lado de un árbol.
Nadie me vio levantarla, había poca
gente a esa hora dando vueltas en el barrio. Tuve el impulso de caminar más
rápido para evitarle la angustia y el susto de no encontrarla, pero el viejo no
se había dado cuenta todavía y yo no quise arruinar tan rápido la escena. Además venía triunfando en esto de adaptar mi
propia marcha para seguirlos, para no pasarles por adelante como un futuro que
se jacta de ir lejos y rápido. Ese contraste me daba culpa y decidí seguir
evitándolo. La esquina nos juntaría naturalmente, y ahí le devolvería la
billetera y cada uno seguiría su destino. Faltaban 30 metros. Después yo
tendría que girar a la derecha, rumbo a la casa de mi amiga.
Ralenticé mi paso aún más y abrí la
billetera: 127 pesos en papel, 5 monedas de 1 peso y 2 de 10 centavos. Carnet de PAMI y un descuento de jubilado
para el colectivo. Un almanaque de 1985 de una chica desnuda, acariciando un
perro que se parecía al suyo. Tal vez había elegido a la mascota pensando en la
chica, tal vez siempre le habían gustado ese tipo de perros. Un ticket de supermercado: papas, carne
picada, trapo de piso. Me pregunté si esas cosas serían las mismas que compraría
si no hubiera tenido perro, o teniendo un perro sano. Lo impreciso de la muerte
en una enfermedad larga, es como un martillo que golpea sobre todos los actos
del presente, condicionándolos. Hasta la
lista del supermercado deja de ser inocente y casual, y pasa a ser un evento
conectado, interdependiente (Papas –él es intolerante al arroz-, carne
-desgrasada para que no le forme alergia-, trapo de piso -porque ahora vive
vomitando sobre el parquet). De repente
el viejo pareció más vivo que antes; ahora tenía historia.
El animal movía la cola,
lentamente, como si hubiera identificado algo a su gusto, ajeno a lo que
pasaba, sin armas para interpretar los futuros y la relatividad del tiempo. Su
objetivo era recordar de memoria las texturas para detectar dónde estaban los
árboles, mantener el equilibrio suficiente para poder mearlos. Poner
instintivamente una pata delante de otra (ahora doblar) y de nuevo y de nuevo y
de nuevo. Llegar a la esquina y cruzar el charco de la calle que su olfato le
anticipaba a unos metros. Confiar en las variaciones del paso del humano,
confiar en la correa, confiar en que siempre todo camino termina de vuelta en
su casa.
El pomelo se balanceaba a ritmo,
como si también estuviera contento de salir a pasear, desconociendo que llevaba
colgada su fecha de vencimiento como un collar incómodo que uno usa de
compromiso porque se lo regaló un pariente.
Me gustaría de vez en cuando sentir esa ausencia de preguntas. ¿Para qué
servía la conciencia si no aportaba a la felicidad?
Llegué a la esquina donde debía
separarme de ellos y amagué con estirar el brazo para tocarle el hombro al
viejo y devolverle la billetera. De
haber estado atento, habría cambiado mi mano amable por un gesto brusco, una
palabra a secas, como si fuera dueña de tironear a tiempo de alguna correa
invisible.
Pero en ese momento todos fuimos
ciegos como el perro. Ninguno pudo reconstruir el segundo previo al auto
levantando por el aire el cuerpo del viejo, cuya atención estaba tan ocupada en
ser ojos para otro, que se olvidó de sí mismo. Yo corrí a ver si aún respiraba,
sin suerte. Un tipo llamó a la ambulancia; otro par se detuvo a pegarle al tipo
del auto, que ahora estaba también en el piso, mezclando su sangre con la del
muerto en un charco común, indiferente de su fuente. La conciencia pegándole a
la conciencia. Otra vez las palabras, la idea de futuro sobrando. La
conciencia, de nuevo ¿para qué?
Llegó la ambulancia y un
patrullero. Los golpeadores hicieron agua en su propio heroísmo y los vi desaparecer de la escena cuando
empezaron a pedir testigos. Algunos
sacaban fotos con sus teléfonos y repetían “¡qué barbaridad!”, mientras las
compartían en las redes sociales.
Yo tiré la billetera cuando nadie
me vio, y uno de los policías se la guardó en el bolsillo. Cuando me detectó
mirándolo, se acercó y me dijo:
- ¿Usted vio algo?
No supe si se refería al accidente
o a lo que hizo con la billetera y contesté, genéricamente:
- Sí, vi
- Me va a tener que acompañar.
De la mirada del policía salían
hilos paralelos. Sentí cierta desnudez y comencé a hacer un recuento mental de
lo que llevaba encima, en la cartera. Tenía la billetera con 240 pesos, dos monedas
de 50 y 3 de 25 centavos. Los lentes de sol, las llaves y otra lista del
supermercado, más casual: 100 gramos de jamón, 100 de queso, pan, cerveza. Un
celular con 20% de batería. No tenía el DNI. Desvié la mirada y me encontré con
el muerto.
La mano del viejo seguía enredada en la correa, y se movía como una marioneta, sin soltarla. En
el otro extremo, el perro tironeaba, siguiendo un olor en el piso. Hizo fuerza hasta llegar al auto y sin dejar
de mover la cola, con los ojos cerrados, comenzó a ladrarle a las ruedas, como invitándolas a jugar.