No tengo muchas fotos con mi padre. Y él, al irse,tampoco se llevó las suyas. Las del pasado. Las de su infancia.Las de su adolescencia en el San Carlos.Las del servicio militar obligatorio.Las diapositivas del viaje de casamiento a Bariloche.Miro aquellas fotos y hablan de un chico que no me resulta conocido.No sé por qué sonreía. No sé si en ese momentolos atardeceres eran amarillos, blancos o naranjas.Solo tengo un par de imágenes donde él está contentoy yo era muy chica para saber de últimas veces.Él dejó atrás esas fotos para construir otras imágenesde las que tampoco conozco nada. Los nuevos amigos.Los nombres de sus mascotas.Por qué la montaña y nunca el mar.La forma en que la alegría encuentranuevas formas de reinventarse.Ahora hemos perdido el hilo que da continuidad y sentidoa las postales en blanco y negro de sus dieciocho añosque envejecieron lejos de sus últimas sonrisastodavía analógicas, pero a todo color,y tampoco encuentro el que une las fotos de nuestra intersección temporal,donde él me miraba y yo no lo hacía,porque todavía era temprano para este futuroen el que quisiera revelarme como una mancha oscura en el celuloide,una mancha que pudiera detener la luzpara desviarla en forma de pregunta. Una sola:“¿qué te hacía sonreír cuando todo era una mierda?”.No sé si se pueden exprimir los recuerdos que nunca conocimospara reconstruir una historia que nos pertenece a medias.Pero lo intento. Todos los días tiro los dados de la suposición y la metáforapara reagrupar estos flashes de un rompecabezasque hace poco llegó a mis manos en una valija que nunca volverá a mudarse.