Estaba
en casa, como casi siempre, cuando escuché ruidos en la puerta. Me acerqué,
descalza y tratando de pasar desapercibida, custodiada por la gata, que creyó
que íbamos a salir a tirar la basura. Vi que la tapita que cubre la cerradura
se movía. Nadie había golpeado. Pensé en la corriente de aire y bla, pero apoyé
la mano en la puerta y sentí la tensión de alguien haciendo lo mismo del otro
lado. De nuevo el movimiento en la cerradura, alguien estaba queriendo entrar. Traté
de hacer que mi voz sonara más grave y dije:
-¿Quién
es?- con toda la brusquedad que me permitió el asunto. Me pregunto por qué en
momentos así me hago pasar por un tipo, como si pudiera ser un camaleón creíble
y asustara a alguien, o como si ser tipo fuera un superpoder para esgrimir
contra los malos. Pobrecita.
Una
mujer contestó en algún otro idioma una frase muy larga, con tono nervioso y
más agudo que el mío. Por suerte ya iba ganando. No sabía qué había dicho, pero
me di cuenta que era la vecina extranjera o alguien del mismo país.
Supuse esto, pero no tenía ni idea. No hablo
otros idiomas y mis vecinos manejan poco español. Cuando llego en el ascensor y
están en la puerta, se apuran para cerrar y no saludan; creo que por no saber
qué decir y no por antipatía. Yo haría lo mismo, pienso, y me da ganas de golpearles la puerta y contarles que yo tampoco
me hallo en situaciones como esas, donde
hay que elegir atravesar muchas barreras o quedarse del lado de siempre. Pero mis
ganas de empatizar duran poco, así que no hablo. Tampoco sabría cómo decirles esto
en su idioma, ni siquiera sé de dónde son. Para la vecina del quinto son “los
jamaiquinos”, porque son negros y a ella
le da que vienen de ahí. Ella es rubia, de esas que parece que nacieron
teñidas, pero uno sabe que no son ciertas. Se chamusca al sol para quedar negra,
pero odia a los negros. Los odia porque pasan por al lado callados y con ojos
que les resaltan, como los gatos. Una vez los vio sacando muebles y pensó que
se iban a mudar, o que le habían robado a alguien. Yo me inventé la historia de
que son de Senegal, porque cuando hablan que me hacen acordar a la canción
“Seven Seconds” de Youssou ‘n Dour, que canta en wólof. Aunque me equivoque de idioma, lo que dicen
suena a música. Uno de mis sueños de siempre fue conocer África, pero me
imaginé entre leones y jirafas, no
hablando con gente. Tampoco puedo verme hablando con gente en mi propia ciudad.
El
único trato que tenemos, nos dio la casualidad del ascensor o el balcón. Una de
esas veces quise conversar y me enteré que su bebé se llama Micaela. Ella es
gorda y grandota, y él es flaco y alto; la bebé tiene cerca de un año y le atan
colitas en un pelo que ya apunta a encresparse. Invitan a otros siempre, se
reúnen a comer. No sé si serán amigos o sólo extranjeros que se juntan para
pasarla mejor en otro país, para sentirse menos solos. Hablan mucho, se ríen,
todas las noches. Creo que a varios de los que vienen a comer los crucé en la
vereda vendiendo collares de plata o de acero. El otro día vi cómo un tipo de
traje y corbata agarraba un collar de
una de las valijas, mientras decía: “rebajame 30, dale. ¿Te hiciste el día
conmigo, eh?”. El chico lo miró en silencio. Ojalá no haya entendido. Saber un
idioma puede ayudar a abrir puertas, pero no conocerlo del todo puede servir
como un colador para filtrar la mierda.
La ella del otro lado de la puerta había dicho
esa frase larga y se había quedado callada. Yo también. Puteé por mi falta de
interés en aprender idiomas; le hubiera contestado algo en inglés y seguro
hubiéramos encontrado una vía intermedia sin tener que abrir la puerta. Yo estaba sola, no había nadie viviendo en el
depto C, que usaban de bulín ocasional. ¿Qué
querría? ¿Querría algo? No había golpeado. Capaz que sólo me estaba explicando
que había salido al pasillo porque tenía calor… sería una estupidez, entonces,
abrir y quedarse mirando. ¿Pero por qué la llave en mi cerradura?
Eran
raros, como todos si nos miramos de cerca. No tiraban los pañales en la bolsa
de basura, sino que los dejaban sueltos en el canasto y eso indignaba a la del
quinto, que charlaba mucho con la portera y se enteraba de estas cosas. Yo
nunca me había fijado, yo no me fijaba en nada.
Yo me había quedado dormida el día en que salieron todos corriendo, por
el terremoto que movió el edificio. Ahora estaba en una de esas situaciones que
te dictan en la escuela para ejemplificar lo de código, canal, emisor y
receptor. El medio es el mensaje. McLuhan tenía razón. Tendría que haber prestado más atención a la
teoría, a alguna teoría en mi vida, aunque sea a esa pequeña data útil que me
ayudaría a decidir quiénes eran los de al lado y si merecían la confianza de
abrirles en una situación dudosa. ¿Qué
sabía REALMENTE de ellos? Me quedé quieta, imaginando un país donde los pañales
se acumularan en pilas sobre la calle (en lugar de conos naranjas habría
pañales rosados, en lugar de bicisendas habría pañales de winnie pooh en fila,
hasta el infinito) y donde la gente en lugar de golpear la puerta hiciera cosas
raras para avisar que estaba afuera, como cantar una canción o mover pulseras
de plata. Un país donde las rubias teñidas corrieran sueltas, como jirafas, y la gente se riera mucho, sobre todo de
noche. Donde todos se juntaran a
compartir lo que fuera, aunque fuera poco. Qué lindo parecía. ¿Significaría la
llave en la cerradura ajena otra cosa, en los demás países? ¿Por qué mierda
viajo tan poco, por qué sé tan poco de todos?
Me
dieron ganas de abrir, pero seguí dudando.
Esta vez me había agachado y trataba de asomarme por esa pequeña raya que hay
entre la puerta y el piso. No se veía a nadie. Conocía a la pareja, pero no a
todos sus amigos. Me imaginaba cediendo a mis ganas de abrir, y al otro día la
noticia en los diarios locales (ni aún muerta llegaría a ser famosa en Buenos
Aires) con la crónica de una mujer que abrió y la violaron, le robaron y la
mataron. Pecó de imprudente: culpable. Me
imaginaba a la del quinto pidiendo que cambien todas las llaves del edificio,
por seguridad. A mi vieja enterándose por los diarios o por la administración.
A mis amigas preguntando por mí en el whatsapp y yo sin contestar, como casi
siempre (una colgada, se aísla, no escribe cuando anda loca). Él no entendiendo
mi silencio, si casi lo estábamos logrando, esta vez. La gata escapando por la
escalera, que siempre la confunde porque el 4to y el 2do piso se parecen tanto
al mío.
No
se veía nada por debajo de la puerta. Me distraje con la gata, que también se
asomaba, pero se aburrió enseguida y se
puso a pasarme la lengua por el pelo, con esos gestos de protección tan suyos. Después
sentí una voz más dulce que se convirtió
en llanto, viniendo de la escalera. ¿Qué sabía realmente de ellos?, me volví a
preguntar. Sabía reconocer el llanto de Micaela, eso sabía. Sabía que lloraba
poco y lo necesario, y ahora estaba afuera de su casa. Abrí la puerta y
apareció una chica de unos 30 años con Micaela en brazos y una llave en la
mano, diciendo cosas que seguí sin entender pero señalándome la puerta
equivocada (la del C) y tirando al aire
palabras sueltas como “madre” “encargó”, mientras me señalaba con la cabeza a la
nena que llevaba upa. Le indiqué el otro depto, el correcto, y le dije: “acá” y
“¿vos querés entrar?”. Dijo que sí e hizo la mímica de que no podía, o eso
entendí en medio de nuestro lenguaje afín, pero
casi imaginario. Ella me dio la llave y toda su confianza; yo me sentí
en el programa “Feliz Domingo” cuando maniobré un poco y abrió. Recordé que a
veces los escucho renegar con la cerradura y me sentí parte de su historia.
Ella
dijo “gracias”. Quise preguntarle si necesitaba algo más, repitió “gracias”,
también otras palabras que no entendí y
me cerró la puerta. Abortamos así los
códigos comunes y los posibles lenguajes, tan bruscamente como los creamos. Micaela nunca supo que fue la única palabra
que pudo unir dos culturas, separadas por una sola pared y otras tantas
distancias. Ella fue la llave real, el llanto de leche que apeló al más visceral de los sonidos para
reencontrarnos como humanos, sólo por hoy.