PH: Jesmond Magro
Mucha risa te da. Mucha risa. Te reís
cuando voy hasta el balcón y digo:
Soy como este brochecito de madera.
Creés que solo una mente estúpida se aferraría
a un broche de ropa con todos los dedos,
como si las garras protegieran un secreto, un nido
una cosa que importa, un nombre
al que le crecerá una mayúscula en el futuro.
Pero un broche de ropa, decís. Un palito de la ropa
marrón, quebradizo, desteñido ¿le importa a quién?
Y eso es todo lo que necesito para el desencanto.
Esa idea, ese desprecio sobre la cosa mínima.
Ese regodeo que se apoya en las varas imaginarias
de la importancia propia ejercidas contra un palito
que no nació para darle valor a los ajenos
ni para pasar pruebas que no le incumben.
Dejalo. Dejá, digo mientras cuelgo sobre la soga
una sábana de tela blanca
que no significa de ningún modo estar rendida,
significa pared que me deja de este lado
que es contrario al tuyo, justamente.
Voy a caminarlo, ¿sabés? Voy a absorberlo
y es el humilde palito quien sella el pacto interno
que corta nuestro balcón por la mitad
como si lo hubiera derrotado una tijera, un hacha,
o el derrumbe definitivo de lo que cae con el peso
de las mil veces que ha recaído antes.
Algún día va a entenderlo, digo.
Algún día, ya muy lejos de este día,
existirá un broche en lo lejano de otra soga
madera noble que se moja y al día siguiente ya está seca
péndulo que se polariza en bailes con el viento
dispuesto no digo a apretar, sino a sostenerse
y sostener, sostenerlo,
y apenas brille el sol de la tarde en su nervio,
en su nudo de metal introvertido,
él percibirá un corazón en esa forma acaracolada y fría,
y dirá, en un eco que ya no llega:
¿cómo no me di cuenta?

