sábado, 13 de diciembre de 2025

El lavado como problema de territorios (II)

 

                                                               PH: Jesmond Magro

Mucha risa te da. Mucha risa. Te reís

cuando voy hasta el balcón y digo: 

Soy como este brochecito de madera.

Creés que solo una mente estúpida se aferraría

a un broche de ropa con todos los dedos,

como si las garras protegieran un secreto, un nido

una cosa que importa, un nombre 

al que le crecerá una mayúscula en el futuro.

Pero un broche de ropa, decís. Un palito de la ropa

marrón, quebradizo, desteñido ¿le importa a quién?

Y eso es todo lo que necesito para el desencanto. 

Esa idea, ese desprecio sobre la cosa mínima. 

Ese regodeo que se apoya en las varas imaginarias

de la importancia propia ejercidas contra un palito 

que no nació para darle valor a los ajenos 

ni para pasar pruebas que no le incumben.

Dejalo. Dejá, digo mientras cuelgo sobre la soga 

una sábana de tela blanca 

que no significa de ningún modo estar rendida, 

significa pared que me deja de este lado 

que es contrario al tuyo, justamente. 

Voy a caminarlo, ¿sabés? Voy a absorberlo

y es el humilde palito quien sella el pacto interno 

que corta nuestro balcón por la mitad 

como si lo hubiera derrotado una tijera, un hacha,

o el derrumbe definitivo de lo que cae con el peso 

de las mil veces que ha recaído antes. 

Algún día va a entenderlo, digo. 

Algún día, ya muy lejos de este día,

existirá un broche en lo lejano de otra soga

madera noble que se moja y al día siguiente ya está seca

péndulo que se polariza en bailes con el viento

dispuesto no digo a apretar, sino a sostenerse 

y sostener, sostenerlo,

y apenas brille el sol de la tarde en su nervio, 

en su nudo de metal introvertido,

él percibirá un corazón en esa forma acaracolada y fría, 

y dirá, en un eco que ya no llega: 

¿cómo no me di cuenta?

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