martes, 13 de septiembre de 2016

Diez del nueve




A Lluvina


Ayer entraba el sol por las puertas de vidrio de adelante y se escuchaba a los pájaros cantarle al paño fijo de la ventana del fondo. En el medio, ella y yo, a solas. Un reloj parado a las dos y media, que era una hora que no hablaba de ella ni de mí. Tampoco del presente, porque eran las siete veinticinco de la mañana. El reloj estaba quieto, pero yo sabía que con dos pilas volvía a recuperar sus futuros. Mi abuela también había elegido detenerse y había escondido sus pilas en un lugar al que sólo ella podía acceder. Pero decidió que era mejor no ir a buscarlas.



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