miércoles, 19 de abril de 2017

Cinco minutos de audio

     Dos horas sin abrir el celular. El audio seguía mostrando evidencia de no haber sido escuchado, pero no había sido un error ni una omisión. Ella lo eludía a conciencia, aunque tenía muy presente el remitente y los cinco minutos con veintidós segundos rellenos con su voz. Pensó cuántas palabras puede decir el ser humano por minuto (una vez había leído que podemos emitir entre 170 y 190), e hizo el cálculo. Existirían también los silencios intercalados, que también pesaban. ¿Cuántas páginas de un libro podrían llenarse con cinco minutos de monólogo? Y por último, la pregunta más importante: ¿Qué querría decirle, después de tantas semanas?

     Preparó un té y especuló con la posibilidad de un encuentro, de que él hubiera madurado la última conversación y planteara los ítems que posibilitaran un acuerdo. ¿Las heridas podían cerrarse con un café con tres de azúcar, con las galletitas de siempre? 

     El té estaba caliente y sopló. El vapor dobló hacia la derecha y se deshizo, camino al techo. Él había desaparecido casi de la misma forma, pero ella no sabía hacia qué dirección. Había dejado su ropa y sus objetos queridos por todas partes. Eso lo seguía atando a ese departamento, que ya no era su casa sino su caja fuerte. Él no viviría allí adentro, pero al parecer seguía considerándolo como un buen lugar para guardar valores. Ella no era uno de esos objetos preciados, sino la tesorera de un banco de hielo. Y en su misión de resguardar todo, había dejado los objetos en su lugar, como si ella hubiera pactado con el tiempo para  esperarlo y dejarlo pensar. El tiempo podía ser nuestro aliado, si llegábamos a convencerlo. 

     Prendió el televisor pero no pudo concentrarse, a pesar de que había comenzado la novela de las seis. Sabía que no podía alargar la espera, pero disfrutaba de todas las posibilidades que coexistían en una misma realidad, como si los mensajes sin abrir fueran gatos de Schrödinger; uno desconoce si están vivos o muertos hasta abrir la caja que los contiene. El gato debía estar vivo si era capaz de escribir un mensaje, de hablarle cinco minutos a un teléfono pensando en ella. El gato debía estar muerto para no tocar el timbre, para dejar que las horas se arruguen hasta verlas caer.

     Tomó el celular y tuvo miedo. Una vez abierto, cualquier cosa que se dijera sería inevitable y la obligaba a actuar. No sabía si quería tomar decisiones. Fuera de su casa tenía un trabajo exitoso, donde definía situaciones todo el tiempo. Descansar de eso en las cuatro paredes de su casa, la llenaba de contrastes que le hacían bien. 

     Y también estaba la verdad, que había faltado aquel día, el último. La sinceridad, como único manto de valor, formulada en píldoras, en cuotas difusas, para no sangrar de golpe, para no despintar las sonrisas. Y ahora en su nueva versión tecnológica, en cinco minutos de audio. Pero estas semanas habían cambiado su percepción de las cosas. Ya no valoraba tanto la verdad, prefería la paz que había construido a solas. El mensaje, el libro firmado y editado contando lo que había sucedido después, o los motivos del antes, conformaba una sola versión de los hechos, de todas formas. Apto para todo público, decorado con flores de estación, sin gestos espontáneos.

     Fue a bañarse, para ganar quince minutos. El agua ofrecía otros sonidos menos importantes que agradeció. Pero la quietud aceleró su ansiedad y ya no pudo esperar. Se secó con el toallón rojo que él había usado la última vez que se había duchado (todavía tenía su perfume), y aún desnuda, abrió el mensaje y escuchó. 

     Su cara imitó un cuadro durante esos minutos; la mirada se clavó en el almanaque que tenía pegado en la puerta de la heladera. Dejó el celular en la mesa y como tuvo frío, cortó las etiquetas y se vistió con una remera y un pantalón que había comprado esa semana, para una ocasión especial. Después juntó la ropa de su marido (algunas medias y camisas todavía estaban en el rincón derecho de la cama), los zapatos de cuero negro, sus rompecabezas de autos antiguos, el bolso de piel que había comprado en el último viaje, la raqueta y las pelotas que le habían regalado los nietos, los discos de Elvis, y metió todo en una caja para donarla a cualquiera que necesitara esas porquerías.


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