En
casa éramos cinco: mamá, papá, los mellis y yo. Con mis 45 años, estaba
reencontrándome con la vida familiar después de una separación complicada de la
que todavía no podía reponerme. También
estaba Elsa, nuestra empleada de toda la vida, que además de organizar toda la
casa, había vuelto a ser niñera. Los nenes estaban por cumplir dos. Mis padres
(68 y 70 años) los habían adoptado después de verlos en el noticiero. Su madre
los había abandonado en un conteiner al nacer porque eran ciegos.
- No
les diga ciegos, señora – era Elsa
- Pero
son. Y te digo a vos, no a ellos.
-
Pobrecitos… - y Elsa se persignaba, como
si con eso conjurara contra algún demonio
Junto
con los mellis, había llegado Dixie, el caniche toy, para oficiarles de
mascota. En casa todo tenía una utilidad, y un precio. Dixie había costado 500
dólares y traía sus propios papeles, pero esto no lo obligaba a comportarse
como mamá había planificado. El bicho sólo empatizó con ella, y decidió que
sería la única que podía bañarlo y tocarlo. Desde entonces, comenzó a llevarlo
en un bolso a todas sus reuniones y a vestirlo con ropa exclusiva. No entendí qué
clase de castigo era ese para un perro arisco; después entendí que mamá
recompensaba bien la devoción absoluta.
Yo
odiaba su ladrido agudo y sus pretensiones de perro de diseño; cada vez que
podía, lo empujaba con el pie. En sí, podríamos decir que éramos hermanos, yo
también tenía unos papeles que me vinculaban con esta familia, más que la
sangre que también compartíamos. En casa, como dije, todo tenía una utilidad,
un precio y títulos de propiedad. A
veces, sentía que los papeles de Dixie eran mejores que los de los mellis o los
míos.
Mamá
no quería saber nada sobre pañales y cosas de bebé, por eso Elsa y yo nos
turnábamos en el cuidado de los chicos. Ella también había sido la que me
cuidaba desde siempre, y son sus manos las que recuerdo abrochando los botones
de mi pijama, por las noches, antes de dormir. Yo vivía con ellos porque mi ex
marido se había quedado con el departamento de la costa, y estábamos litigando
todavía por otros bienes. Podría haberme mudado lejos, pero busqué la
contención de la familia, pensando en que las manos que no recordaba, de golpe
iban a encontrar el camino a abrochar mis botones perdidos. Pero a mis padres
no mostraron el mismo entusiasmo, aunque trataban de simularlo. Entonces acepté
que los botones, al fin y al cabo eran sólo eso, y que las familias no son todo
lo que uno espera de ellas. Puse en la balanza que en casa me sentía ocupada y
útil, y que cuidar de los bebés me había hecho recuperar las ganas de reiniciar
la carrera de Contaduría y de volver a mi vida, así que me quedé.
Para
mamá, la vida estaba en las reuniones de caridad de la Iglesia, y en los
cocteles posteriores con las mujeres que trabajaban con ella para fabricar un
mundo mejor. Un mundo de laboratorio, como el de Dixie. Papá viajaba demasiado,
aún para ser subdirector de la aerolínea Wings & Co, aún para ser una
persona que viaja, aún para ser una persona. Quizás no era una persona, sino un
mito de padre.
De
chica odiaba a Papá Noel, porque eran similares. Ambos aparecían cada tanto
sólo para traer regalos, con un jojojo impostado y profundo; ambos me abrazaban
durante unos minutos y volvían a salir de nuestras vidas por un tiempo, en su
Armani negro y su Alfa Romeo Stelvio rojo. Nunca abría del todo la boca, papá, cuando
reía el jojojo falso debajo de esa barba blanca, prolijamente recortada. Me
preguntaba si alguna vez habría tenido alguna risa entera, llena. Mis
compañeros adoraban al Papá Noel de las Navidades, porque el resto del año,
disfrutaban del contraste de otro tipo de padre. Yo sólo sentía que los regalos
eran el punto de partida para nuevas distancias, como si al romper el papel
abriera una especie de Caja de Pandora que reactivara su partida. Incluso
pensaba que sus largas ausencias se debían a que él seguía repartiendo juguetes
que no había llegado a entregar el 24. Después crecí, y Pandora empeoró, ya sin
caja.
A
veces lo encontraba en las revistas que siempre se compraban en casa, con
piletas y oficinas de fondo. Nunca salíamos nosotros en esas fotos, y nunca era
nuestra pileta. Una vez le había preguntado por qué, y él dijo que para preservarnos.
Yo tendría 14 años, y la palabra preservar me sonaba a forro. Mi amiga Lucila
acababa de contarme de “eso” en la escuela. No entendía para qué papá
necesitaría usar un forro con nosotros. Tampoco me animé a preguntar.
- Mirá,
mami, ahí está papá
- ¿Dónde?
-
En Caras
Ella
leía la nota y se quedaba mirando la foto un rato. Me daba cuenta que casi
siempre, después, pedía turno en la peluquería, como si algo en la foto le
recordara que debía teñirse o estar bien
hacia afuera, con su tintura Rubio Dorado Otoñal, gel de labios Nª1 Rosa
Ilusión, perfume Chanel I’ll be back.
Adoptar
a los mellis había sido para ella otro acto de caridad, como juntar ropa o
latas de tomate para cumplir con lo que pide el Dios del canal Institucional.
- ¿Cómo
estuvieron hoy mis chiquitos? – le preguntaba a Elsa al llegar
- Elías
estuvo con vómitos. Carolina bien, durmió bastante
-
Lindos. Lindos…- los levantaba y los
besaba por turnos.
A
veces yo dudaba si sabía cuál era cuál.
Después
prendía una velita a Santa Lucía (patrona de la visión), para pedirle por algún
tipo de milagro, y se quedaba rezando dos Avemarías y tres Glorias. Yo miraba
la figura de yeso, esperando que en algún momento parpadeara, para mostrarme
algo en lo que yo pudiera creer.
Mientras
mamá susurraba sus oraciones, Elsa cantaba “Aserrín, aserrán”, “Mambrú se fue a
la guerra”, y preparaba la leche. Yo sentaba a los nenes en canastita, en la
alfombra del comedor, agarraba una mano de cada uno y me la ponía en la cara,
mientras también me acoplaba a cantar, con la boca muy abierta, exagerando las
palabras. Ellos imitaban los sonidos de algunas sílabas, y recorrían mis rasgos
con los deditos, que me circulaban por la cara como lombrices que están
analizando un rumbo. Elías siempre reía y Caro abría la boca, atenta. También levantaba
las cejas, concentrada en aprenderme de memoria. Cuando Elsa me avisaba,
simulaba atraparles los dedos con los labios y ponía voz de monstruo.
-
A tomar la leche, nenessss
Entonces
reían los dos, y yo ayudaba a Elsa a darles la merienda. A veces mamá nos
miraba apoyada en la puerta, sonriendo, entrelazando las manos. Yo la llamaba
con una mano, para no distraerlos. Al principio decía que sí, y se acercaba
cautelosa, dubitativa. Se sentaba a mi lado, y esperaba que yo le dijera qué
hacer. Entonces yo seguía cantando
-
… chiribín chiribín chin chin – tomaba
sus manitos con las mías, y las apoyaba en la cara de mamá, que congelaba su
sonrisa de gel Nª2 Rosa Familia Feliz, y ablandaba el resto de los rasgos.
Entonces Elías dejaba de reír, y
comenzaba a hacer una mueca, mientras sus dedos trataban de despegarse de esa
nueva mejilla de textura cremosa y arrugada, que no le gustaba. Mamá entonces
le retenía los dedos con los suyos, inmovilizándolos suavemente
-
Elías, Elías- cantaba mamá, tratando de
calmarlo con dulzura
Elías se ponía a hacer puchero. Caro
mantenía la misma expresión con la boca abierta que hacía conmigo, pero se
asustaba del berrinche de su hermano y también comenzaba a llorar,
revolviéndose incómoda.
Mamá lo había intentado muchas veces,
con resultado parecido. Últimamente, cuando la invitaba, sólo extendía su
sonrisa Nª 3 Rosa Gélido, apoyada en el marco de la puerta, y decía que no,
mientras cruzaba los brazos. Yo hubiera querido que ella no se hubiera
quebrado, porque notaba que la distancia entre ellos había empezado a hacer un
pozo, y yo no podía agarrarlos de las manos a los tres para mantenerlos juntos.
Muchas veces la encontraba después arrodillada en su altar personal, prendiendo
una vela a San Judas Tadeo (patrón de las causas desesperadas), mientras Dixie
le lamía las rodillas. Santa Lucía, sin velita, miraba fijo hacia el costado de
los olvidados.
Ese noviembre, papá volvió con ganas de
llevarnos a la casa del campo. Decidí no ir a la facultad y ponerme de acuerdo
con Elsa para preparar a los mellis, para ver si podíamos tapar el pozo con un
gesto. Mamá buscó ropa para todos y dispuso la casa para que la familia pasara
un buen día afuera. El aire parecía renovarse y renovarnos a todos, al
respirarlo. Papá llegó, se desabrochó tres botones de la camisa, y comenzó a
recibir llamados. Los vecinos lo habían visto llegar y una revista, que
esperaba el dato, quería hacerle una nota sobre el desarrollo de la industria
aeronáutica local. Él trató de negarse, pero un llamado superior lo convenció
de que era necesario. Vinieron con cámaras, y fotógrafos. El preservativo no
funcionaba en el campo, o ante algunos nombres que metían presión para tapar
cierta crisis, y tuvimos que posar. Yo estaba excitada con la novedad, como
cobrando una vieja deuda (esta vez somos nosotros, y es nuestra pileta).
Intenté sentarme en el sillón de mimbre de respaldo ancho, para abrazar a los
mellis y a la vez sentarlos en mis rodillas, pero mamá me ordenó:
-
Nono. Correte. – y se sentó en mi lugar.
Tuve que quedarme parada atrás, con papá,
crispando las manos en el respaldo, mientras los fotógrafos ensayaban
pacientemente distintas tomas donde no se notara tanto que los nenes lloraban,
queriendo zafarse. Mamá había desplegado esta vez su sonrisa Nª 4 Rosa
Territorial, y no estaba dispuesta a cederla. Al final, me llevé a los nenes a
tocar los patos del estanque, y ellos se sacaron una foto solos, abrazados, al
lado de la pileta que siempre estaba tibia.
Cuando se fueron los de las cámaras, la
miré en silencio.
- Son
mis nenes, también, ¿sabés? – me increpó
-
No son “tus” nenes. Son Elías y
Carolina. – le pude decir, pero la indignación no me dejaba ser clara. No lograba
englobar lo que quería decirle sin romper lo poco que éramos.
Papá
se sentía vulnerable con el hecho de haber tenido que mostrar su faceta más
íntima (si es que eso éramos para él). Volvió a abrocharse los botones de la
camisa y a pegarse al teléfono, tras su barba blanca que no sonreía, esta vez, ni
a medias. Ningún jojojo salvador; había vuelto el aire del Polo Norte y ya
sentía el frío. Yo pensaba en su manía de preservarnos, y en por qué en su
momento no usó un forro y nos ahorró estos años.
A
las 19.35 estábamos de nuevo en casa, fracasados.
***
Los
mellis habían cumplido dos años, sin demasiados festejos. Elsa era la encargada
de llevarlos y traerlos de la guardería. Aquel día, ellos habían faltado porque
volaban de fiebre. Era 13 de diciembre, justo el día de Santa Lucía, y mamá
había armado un altar especial con muchas velas para festejar a una Santa a la
que le arrancaron los ojos. Yo hubiera querido mostrarle que sin ojos no iba a
notar la diferencia entre una vela o diez, pero me callé, diplomáticamente, y
salí a cursar la clase de Economía.
Elsa
salió un minuto a comprar los remedios a
la farmacia de al lado, y al regresar, vio fuego saliendo de la casa. Yo
estaba llegando de la facultad y la vi afuera, desesperada, hablando por
celular a los bomberos mientras sacaba agua con una palangana de la fuente que
teníamos en la entrada.
- ¡¿Qué
pasó?!- le dije
- ¡Las
velas, las cortinas…! - dijo- ¡Los mellis!
- ¡¿Dónde?!
-
Adentro
Me
desmayé y mamá, que justo llegaba también, corrió a sostenerme. Papá estaba
lejos en el Nunca Jamás, ocupado en su Polo nevado, en su trineo volador. Mamá
me dejó en el piso y me levantó las piernas para que se me nivelara la presión.
Dixie se escapó del bolso que ella había dejado en el suelo y salió corriendo
para la calle. Sus genes de laboratorio no impidieron que la rueda del taxi lo
pisara como una cucaracha común, barata. “Omni mors aequat”, Dixie; la muerte
nos iguala a todos, pensé con pena y maldad, tan inoportuna. Mamá salió
corriendo y se puso a discutir con el conductor que lo había pisado, distraído
por el incendio.
-
¡Los nenes, señora!- gritaba Elsa, que
se había convertido en un mecanismo de carga y recarga de agua, con brazos que
le habían crecido en todo el cuerpo.
Mamá
seguía discutiendo con el taxista, amenazándolo con juicios y pérdidas de
patente. Yo, apoyada en el suelo y con las piernas levantadas, luchaba con la
impotencia y el horror vertical que ocurría alrededor. Paralizada, veía girar a
Elsa y las llamas de las ventanas; a mamá, al taxista y al caniche inmóvil en
el suelo, en un sueño bizarro que podría contarme como una película mala, en el
despertar del día siguiente.
Mientras
buscaba más agua de la fuente y comandaba a los vecinos, que aparecían de todos
lados con baldes y mangueras, Elsa sacó de la garganta una voz que nunca le
había escuchado, y le gritó a mamá:
-
¡Señora, los ciegos!
Recién
entonces mamá pareció reconocer que hablaban de sus hijos, y se paralizó en
silencio. Yo me levanté todavía mareada e intenté correr hacia la puerta, pero
la manija estaba caliente y no podía tocarla. Por la cerradura un líquido
negro, como de brea derretida, empezó a venir hacia nosotros, escapando del
destino que había quedado atrás, mientras mamá miraba hacia las ventanas, en
silencio, apoyándose las dos manos en la boca, que había comenzado por primera
vez a despintarse.

Un cuento basado en un sueño
ResponderEliminar