domingo, 11 de diciembre de 2016

La unión de las especies (relato)




Tuvo que matarla. No era grande ni negra, sino una especie de semilla marrón con patas y habilidad para desplazarse. No le gustó que lo hiciera sobre su mesada. Eso figuraría en su biografía si tuviera una, pero imaginó que ninguna cucaracha vivía tanto como para dejar plasmada la historia de sus consanguíneos. Sangre no, eso que tenían las cucarachas adentro. En su honor el amarillo era el color del asco, seguramente.
La tiró en el inodoro y aprovechó para mearle encima. Eso de cuidar el agua estaba haciendo efecto en su moral y malas costumbres. No disfrutó del momento, sin embargo, porque no había tenido la suficiente paciencia para observar si el bicho estaba realmente muerto. Se imaginó una cámara, una cucaracha trepando, una película de terror. La cosa subiendo y entrando por algún agujero corporal, jugando al tatetí antes de elegir el culo por proximidad con el borde.  Una vez adentro recorrería sus intestinos y se enteraría de lo que había comido en el día. Compartían gustos parecidos, podrían cenar juntas alguna vez. Se serviría de la comida procesada antes de seguir avanzando. Encontraría la forma de darle vueltas al laberinto y llegar a su cerebro. La mierda de abajo no tendría comparación con la de arriba; harían falta un par de moscas coronando los pensamientos para darle marco a ese festín. Encontraría recuerdos perdidos, sublimados, enterrados en el mismo lugar donde caían por falta de psicoanalista. La falta de espacio y el paso de los años los habían convertido en una bola de chicle pegoteada, maloliente, imprecisa.
Sin embargo, tanta porquería acumulada no ayudaba a la persona a llegar a la esquina y volver. A la supervivencia no le servía una foto de mamá en Mar del Plata, ni la fecha donde había muerto su tortuga. El sentido práctico estaba adornado con florcitas y toda clase de pavadas a las que el humano se aferraba, como si al final de la vida lo único que lo ayudara a seguir adelante fueran las postales de otro tiempo, de la alegría gozada y perdida quién sabe cuándo.
¿Cuáles eran las necesidades básicas de la gente, entonces, si lo único que importaba al final de la vida eran las OTRAS cosas? ¿Cómo subsistirían las siguientes generaciones a partir de esas experiencias? ¿Hacia dónde iba su evolución si el eje no estaba puesto en la reproducción y en conseguir comida, sino en la felicidad? Si fueran del mismo tamaño que cualquier bicho, los humanos no sobrevivirían a una lluvia o una chancleta. Ser persona estaba sobrevalorado, solo venían a gastar el tiempo en subjetividades. Debía salir de ahí cuanto antes, el afuera era más interesante.
Ella se rascó la oreja, porque sintió pasos adentro. Después tiró la cadena, pensando que había vencido. Algo marrón se deslizó por la rejilla, un lugar tranquilo  y directo, donde las suciedades no ocultaban lo que eran. Coherencia, que le dicen.
Las cucarachas sobrevivimos a todas las guerras porque aspiramos a ser muchas, sin atajos conceptuales. Y para sobrevivir, observamos. Nos da risa eso de lo imaginario; cómo la gente manda a la mierda la verdad y lo aparente cuando hay que llenar las tripas. La vida es una sola y se sostiene de cosas concretas que se pueden poner arriba de una mesada.
“Al final no somos tan distintos.” – se dijo en la oscuridad-  “Pero estamos de acuerdo en disimularlo.”


lunes, 21 de noviembre de 2016

Estudio sobre la materia



Siempre hablando de cosas
que no existen, siempre
adentro de tu cabeza- decís
¿y la vida? Es un resto
de carne y agua,
donde lo que tiene borde
es sólido
y lo que se mezcla
es parte de los líquidos.
Las palabras no le deben
a esos mundos, las letras
no ladran
                   ni muerden
                                         aunque traten.
Nadie se calienta
con la sinestesia pura
y el árbol
y el pájaro
y toda
            la boludez
que rima con el tiempo.

Yo sé, te juro
que hay otra cosa.
Te juro que soy materia
debajo de todas las capas.
Yo
              y te juro
que cuando no pienso
soy una persona agradable.




La mancha roja (monólogo interior)


Estaba saliendo cuando la vi, no tuve tiempo de limpiarla porque el Súper cerraba en media hora. Una mancha rojo oscuro, rompiendo el blanco del piso de la cocina. No recordaba haberme lastimado, tampoco estaba menstruando.  Pensé en cómo se vería aquello si me moría ahora en la calle y después encontraban sangre en mi cocina. La evidencia en dos lugares desorientaría al principio, pero después se darían cuenta de que mi desidia (ellos no sabrían de mi apuro por llegar al Súper antes de que cierre) había hecho que dejara sangre en el piso sin importarme. La investigación se habría demorado por mi culpa. No importaba que me hubieran asesinado, yo habría retardado la resolución; habría aportado confusión y caos, sin querer. Debía llegar y limpiarla, tendría que haberla limpiado antes de salir, aunque no llegara al súper, aunque no vinieran forenses a corroborar nada. Pero ¿por qué, en realidad? Ese apuro por tapar lo natural con perfumes de bosque falso de bambú, todo oculto, todo disimulado. Propagandas de toallitas donde derraman líquido azul, graffitis en las paredes blanqueadas a la cal. Así también siguen matando mujeres, al negarlas desde la biología y la palabra. En cal pusieron a varias, para evitar que las reconozcan.  Hay que tapar, tapar, el blanco es un color que tranquiliza a los portadores de normalidad y a los blanqueadores de capitales. La sociedad no debe menstruar en público, ni hablar en voz alta, ni hacer ostentación de hambre cuando llegan los turistas. El hambre es un vacío oscuro que atenta contra nuestros principios de lo inmaculado, mientras el entorno te inmaculea. Yo tengo hambre, y no encuentro las galletitas que vine a buscar ¿Por qué me mira el guardia de la puerta, como si no fuera a pagar? ¿Creerá que su trabajo es hacerte sentir como la mierda, por las dudas? ¿De qué la va un tipo que disfruta de ir metiendo miedo; cómo llega a su casa y vive y habla con sus hijos de cómo deben ser las cosas? ¿Cómo concebirá la ternura alguien como él? ¿Por qué me sigue mirando? ¿O es que tengo alguna herida que yo no supe encontrar en mi apuro? La mano no es, tampoco la pierna. Tampoco fui dejando ninguna mancha roja al pasar. El aceite está de oferta, ¿debería llevar dos? Hace tiempo que dejé de comprar de acuerdo a mis necesidades y me guío por las variables de la oferta. Hoy debería querer comer verduras de estación, pan de ayer, dos por uno de pollo. Mis deseos son los de la oferta y demanda, ¿qué más pueden pedir de mí, si hasta les entregué mis gustos alimenticios? La libertad es una idea vaga, una marca de salchichas que creés elegir entre dos. ¿Ves que voy a pagar, hijo de puta? A ver si dejás de mirar ¿O será la mancha? Ahí, en ese vidrio, si me doy vuelta, capaz veo lo que ve, pero no, no hay nada. Mi short sigue blanco muyblanco, sigo siendo una buena chica bien adaptada, que sabe el color predilecto de la ciudad. En China el blanco representa luto y mala suerte, el rojo sangre es el color de las cosas buenas. Tal vez mi mancha no era de sangre, sino una suciedad cualquiera, anónima, que le creció al piso a partir de algo que traje en mis zapatos. O témpera, porque justo ayer abrí un pote ¿Todas las pinturas tienen el don de caer en forma de círculos perfectos? Los círculos son rutas seguras, nadie puede perderse en algo que va y vuelve, que se repite, que se hace rutina. Y cualquier lugar se vuelve rutina si le das el tiempo suficiente ¿Cómo se sale del círculo, cómo girar tan rápido que la fuerza centrífuga te empuje hacia la salida? Huir hacia la libertad, esa segunda marca de salchichas. Tal vez la libertad sea un segundo círculo en el que entramos hasta que nos damos cuenta que también es una trampa. Mi llave gira en círculos ahora, ella sabe adaptarse a sus rutinas.  Para ella la felicidad es poder franquear cualquier puerta: ir más allá de lo que se opone, en apariencias. Por fin en casa de nuevo.  Ahí está la mancha, tan redonda como cuando la dejé, imperturbable, aferrándose al piso como si quisiera desafiarme a propósito ¿Dónde está el trapo de piso? Al agacharme para limpiar, detecto que por el zócalo de abajo de la heladera se desliza otra gota parecida. Al abrirla, el jugo de frutilla se declara culpable, dejando en evidencia que su envase tiene una pequeña fisura. Cierro la heladera y la dejo tranquila, por un rato. Los objetos deberían poder sangrar en paz, de vez en cuando.


martes, 25 de octubre de 2016

La poesía no se mancha



Caminamos por la línea
y vos me mandás 
a escribir un poema.
Vuelvo al primer día
a la entretela divisoria
que construimos
con palabras a favor,
y hoy me mandás 
a escribir 
                 un 
                       poema, 
pero como quien manda
a otro a la mierda,
y cuando junto mierda 
                                          y poema
entiendo que la entretela creció
en espirales, como telarañas,
oscureciéndonos como un faro
que desorienta, y desde atrás
te miro, 
desde mi país de versos mierdosos,
mientras vos te alejás por la línea
                                        incolora
                                        inodora
                                        e insípida
que no sabe ensuciarse
de mí.

domingo, 2 de octubre de 2016

El último eslabón (relato)



     Había mirado porno toda la tarde. Era fin de mes y los proveedores sabían que era inútil llamar para reclamar un cobro. Pudo aprovechar para mirar videos porque lo habían mudado provisoriamente a la oficina de un ex gerente que había renunciado. A la suya la estaban arreglando. En su oficina tenía filtros antipornografía, porque no era gerente. Se ve que sólo se permitían ese tipo de estímulos en los altos cargos, y él tenía un puesto sin nombre, carrera o futuro. Afuera llovía. En el auto se sintió florecido y adolescente, la piel tenía esa sensibilidad que sólo la da la fiebre y la excitación. Se miró el pantalón, con orgullo. Le gustaba corroborar que estaba vivo, que el sexo todavía no era parte de un álbum que se saca para mirar con nostalgia en los feriados. Apuró las esquinas para llegar a casa. Ella no lo estaría esperando y era mejor así. Le gustaba decidir por los dos el cuándo y cómo. Desencajarle la tarde, violarla como un mono; la antítesis de quien era cuando atendía a los clientes, explicándoles las ventajas del nuevo tornillo de material irrompible e ignífugo. Un discurso aburrido, prescindible, como él en esa empresa. El último eslabón de una cadena de gente que tenía derecho a patearlo hasta que se desintegrara en pequeñísimas partes de nada. Pero en casa él era hombre. Y esa dualidad también lo excitaba. 
     Abrió la puerta y la encontró de jogging y con el pelo atado, limpiando.  Verla mover el culo mientras repasaba la cera contra el piso le hizo aumentar la dureza dentro del pantalón. Estaba en el borde mismo donde el placer comienza a ser doloroso, donde la exigencia de resolución se vuelve necesaria. Cerró la puerta con fuerza extrema, para anunciarse. Ella giró la cabeza sin levantarse y lo miró con sorpresa. Tardó dos segundos en comprender y bajó la mirada, evaluando qué hacer, mientras el trapo en su mano, detenido, esperaba la orden de seguir puliendo. Él fue hasta la heladera y se sirvió una cerveza. Después se aflojó el nudo de la corbata y se apoyó contra el marco de la puerta, tomando tragos cortos y observándola. Ella siguió limpiando el piso. Los rasgos de su cara se habían puesto tensos. No se habían saludado. Sus movimientos se volvieron enérgicos y mecánicos, haciendo que el culo se le meneara de forma tosca y nerviosa. Era como si representara una coreografía hipnótica e involuntaria para el único espectador que había pagado su entrada y que ahora esperaba desde la butaca ser complacido, pero sin querer complacerlo.  Él la dejaría danzar, desentendida de su presencia, hasta que se olvidara que estaba ahí. Estiraba el contenido de la botella, para que lo acompañara durante otro rato. 
     Cuando ella relajó sus facciones, supo que era el momento. Se acercó por atrás y la tiró al piso. Ella emitió un sonido corto y agudo. Él tironeó con fuerza de la remera y se internó en la batalla final para sacarle el jogging manchado de cera, mientras ella ofrecía pelea retorciéndose y apretando la pelvis contra el piso.  Cuando por fin él ganó con un 2 a 0, vio que la bombacha roja hacía juego con el corpiño, y entendió que había caído en una trampa. Ella sonreía con la boca pegada al piso. Entonces él se levantó, se ajustó la corbata y dio el último portazo, antes de desintegrarse con la lluvia.


lunes, 19 de septiembre de 2016

Tres veces




Hicieron falta tres funerales
(dos abuelos
y un padre)
para que me preguntes
si necesitaba algo.
Y de la vida necesitaba respuestas
y de la muerte  necesitaba retornos
y del reloj necesitaba
que se quedara quieto en el segundo previo
del antes.
Y de la carne necesitaba que su frío
no fuera un frío tan distinto a los otros
pero lo era.
Y de mi madre necesitaba esos jazmines precisos
que acomodó sobre las manos
que no podían agarrarlos.
Y de las tapas de los cajones
que no masticaran los restos
cuando se cerraran sus fauces.
Y necesitaba no preguntarme estupideces
como quién bordará los encajes finales
o pondrá las tachuelas doradas
de los bordes, o si al hacerlo
imaginarán qué cuerpo menudo
tenía la vieja de hoy
que cabe en este nido tan chico.
Pero de vos necesitaba
solamente que preguntes
lo que esta vez preguntaste.

A lo mejor ya lo habías preguntado antes.
A lo mejor hicieron falta tres funerales
para que vos lo gritaras tres veces
y yo pudiera escucharte.


martes, 13 de septiembre de 2016

Diez del nueve




A Lluvina


Ayer entraba el sol por las puertas de vidrio de adelante y se escuchaba a los pájaros cantarle al paño fijo de la ventana del fondo. En el medio, ella y yo, a solas. Un reloj parado a las dos y media, que era una hora que no hablaba de ella ni de mí. Tampoco del presente, porque eran las siete veinticinco de la mañana. El reloj estaba quieto, pero yo sabía que con dos pilas volvía a recuperar sus futuros. Mi abuela también había elegido detenerse y había escondido sus pilas en un lugar al que sólo ella podía acceder. Pero decidió que era mejor no ir a buscarlas.



El día menos pensado (Alberto Gimeno)




"Un hospital. El ancla en el fondo de un hueco que nos persigue. La industria del dolor. Un camuflaje en cada risa. El tumulto callado de los enfermos. La mansa y pasmada expresión de quienes se han acostumbrado a reconocerse por los pasillos. La incesante variedad del mismo acatamiento. Una diálisis mental que no termina de lavar la idea fija de ser otro. La apoteosis del eufemismo. Una metódica profanación del ego. El consuelo de desaparecer. Las noches en que no hay otra ambición que claudicar. Las máscaras de la paciencia. Escuchar: “El pañal priva a la defecación de toda su ceremonia”. Sufrir en silencio el éxtasis de quienes nos describen lo consabido. Las magulladuras de la piedad. La textura incipiente del despojo. Estar por una vez de acuerdo: “a los médicos los miramos unidos a su pedestal”. El apogeo de la rendición. El cáncer de lo evidente. Enterrar y callar. Los paliativos de la conciencia. ¡Bienvenidos al país de siempre jamás! Las hordas de los domingos. Reírse: “Buenos días, estoy esperando a mi madre, que llega con la nueva camada de meonas”. Los señuelos de vida que vienen humeando sobre las bandejas. El aliento de la carroña. El timbre. Los dedos. El desasosiego de los dedos sobre el timbre. El desenfreno de aceptar que todo tiene su fin. Escuchar sin responder: “Las panchitas son mejores cuidadoras; no necesitan adaptarse a la degradación pues han nacido con ella”. Esa sombra que llora. Las horas como viruta. Un talador del sueño en cada cama. Una requisa constante de lo que aún perdura. Cuánta tácita humillación a la espera. Los gritos sin ubicar. Las quejas, los murmullos, las plegarias sin rostro. El cálculo iracundo de las horas que pasan riendo las enfermeras. Esas enfermeras dándote un sobre de galletas a escondidas. Comerlas a oscuras mientras sigues oyendo reír a las enfermeras. Una eufórica ilusión de eutanasia. La fortaleza de la propia cobardía. El remordimiento de haber sacado del escondite la ocultación pactada. Acostumbrarse a reír lloriqueando. El cauce moroso y turbio de las verdades que se escapan. La almohada húmeda de lágrimas. Aventurarse en la mente al escuchar: “¿Y no será eso del alzheimer una forma de posesión de los extraterrestres...? ” Las miradas furtivas en los ascensores. Levantar los párpados a la fuerza, desde dentro. El clamor de la espera. El silencio fraternal del miedo. La desactivación de decidir. El azote del desvelo. La radio que envilece el silencio. La luz sin clemencia de los pasillos. El feudo de la succión. Un dormir que es también fatiga. .Despertarse de lado, a la contra, entero, a medias, por porciones. Estar de pie como un puñetazo sin destino. La mañana. Marcharse y regresar en el mismo pestañeo. Decir sí a todo sin darse cuenta. El canje de revistas y suspiros. El código que establecen los goteros. La jerarquía de las sondas. Orinar silbando tercamente. Reincidir en el alivio del mañana. Sobre la cama alguien, aún gallardo, aún enérgico: “ Ya ves: se apaga uno”. Desde el umbral de la puerta, de un anciano a otro: “Ja, ja, cuando un pobre come merluza, uno de los dos está malo”. El descrédito de la carne humana. El vivo que sobra. Dar por bueno que sin dolor no hay recompensa. La frecuencia que termina siendo olvido. El tóxico de lo irreversible. Recibir simultáneamente la dádiva y su coste. Psicodramas en las sábanas blancas. Porfiar para que entre en razón quien nos priva de ella. Un cielo de cinco minutos antes de la tormenta. Morder con la boca cerrada. Poner a remojo el orgullo como una dentadura postiza en el vaso de agua. Un túnel a campo abierto. El flagelo de los sobresaltos. El rito de ir encajando dentro del marco del espejo. Las flatulencias que se escapan como agua por el aliviadero de una presa. Sonreír sin querer: “Esa ya puede morirse tranquila: ha conseguido que vengan a verla todos sus hijos en silla de ruedas”. Notar cómo te inyectan calma y desesperación con la misma aguja. El elixir de la excusa constante. El desquite de la realidad en los quirófanos. Los besos con cautela. El guiño entre camas. De un moribundo a otro el cruce de guiños frente al culo de la enfermera. De un paciente a otro la luz, otra luz de pronto. Otra luz de pronto en la habitación. Otro fulgor a través de los cristales. En el cielo otra luz y otros colores. Y un estallido que se impone al de las toses y las quejas. Y yo miro al cielo y me incorporo del asiento. Y mi tía me llama y no le presto atención. Y me acerco a la ventana. Y encuentro a otros que, como yo, se han apartado de su puesto. Y contemplamos el cielo dividido en porciones de destellos. Y los fuegos de artificio se suceden como olas que saltamos con los ojos. Y los enfermos alzan sus cabezas de la cama. Y se alborozan y murmuran en torno al centro de nuestros cuerpos. Y preguntan qué se ve, qué vemos. Y ensanchamos nuestro círculo frente a la ventana. Y los yacientes se admiran y reclaman más separación entre nosotros. Y unas enfermeras acuden y se callan a nuestra espalda. Y todos nos quedamos en silencio, cada uno prendido a su sonrisa, cada cual buscando su cobijo en esa carcasa y en aquella otra y otra más que alcanza a iluminar los dientes al descubierto de mi tía."



                   



martes, 6 de septiembre de 2016

Visitas



    Suena mi timbre y salen a abrir los senegaleses. Descubrí que no es casual. Inventaron un sistema que tiene en cuenta:
* que el mío suena (el de ellos no) 
* que sus invitados saben que es un timbre ajeno (lo vi en sus caras) 
* que mi vecina/o baja enseguida (yo suelo demorarme). 
    A veces pienso en adelantarme y arruinarles alguna parte del plan, o imagino si los vecinos pondrán la misma cara de desconcierto que yo, cuando bajan y no es para ellos sino para mí. 
    Pero el sistema nunca les falló. 
    Ya no intento abrir, prefiero que lo hagan ellos. En algún lugar del tiempo mi timbre cambió de amo. Y probablemente asesinó también a todas las visitas que no llegan.



martes, 16 de agosto de 2016

Algo para los revendedores, las monjas, los empleados de supermercado y para vos (Charles Bukowski)



tenemos todo y no tenemos nada
algunos hombres lo hacen en iglesias
otros rompen mariposas por la mitad
y otros lo hacen en Palm Springs
metiéndoselas a rubias con almas de Cadillac
cadillacs y mariposas
nada y todo,
la cara se derrite con el último respiro
en un sótano de Corpus Christi.
hay algo para los revendedores, las monjas,
los empleados de supermercado y para vos…
algo a las 8 de la mañana, algo en la biblioteca,
algo en el río,
todo y nada.
en el matadero algo llega corriendo
colgado por un gancho y lo hacés balancear
uno
dos
tres
y así tenés $200 por la carne muerta
los huesos contra tus huesos
algo y nada.
siempre es suficientemente temprano para morir y
siempre es demasiado tarde,
y el remolino de sangre en la pileta blanca
ya no te dice nada
y los sepultureros juegan póquer
en el café de las 5 a.m., esperando que el pasto
pierda la escarcha
ellos no te dicen nada.
tenemos todo y no tenemos nada
días al borde del vaso y el olor imposible
del musgo del río, que es peor que la mierda;
días de ajedrez con ataques y contraataques,
con un interés maricón: da lo mismo la derrota que la victoria;
días lentos como mulas hoscas y barnizadas por el sol
que trabajan con desprecio
subiendo por un camino
en el que un loco espera sentado
entre jaulas de codornices y azulejos
mientras huele un burro de piel escamosa.
pero hay días buenos también
días de vino, gritos y peleas en callejones, de piernas redondas de mujer
abalanzándose sobre tus entrañas con sus gemidos,
presagios en las plazas de toros
que gritan Madre Capri como diamantes,
violetas que brotan de la tierra
para que olvides a los soldados muertos
y a los malos amores.
días en que los niños dicen cosas alegres y brillantes
como salvajes que se comunican a través de sus cuerpos
y corren de arriba a abajo sin límites
ni cheques, ni ideales, ni posesiones,
ni opiniones disparatadas.
días en que podés llorar todo el día
encerrado en un cuarto verde,
días en que podés reírte del panadero
porque sus piernas son muy largas,
días para observar detrás de la cerca.
y no hay nada, nada
sólo días de patrones y hombres enfermos
con mal aliento y pies grandes
hombres como ranas, como hienas
hombres que caminan como si la música no existiera
hombres que piensan que es inteligente
contratar y despedir empleados y amasar fortunas
hombres con mujeres tan caras
como 60 hectáreas de tierra fértil
que presumen y se apartan de lo inútil
hombres que te matarían sólo por hacer una locura
y que se justificarían desde su propia LEY
hombres que se asoman por ventanas de siete metros de ancho
y no ven nada
hombres con yates de lujo que navegan
alrededor del mundo pero nunca se sacan
las manos de los bolsillos
hombres como caracoles, como anguilas,
como babosas,
pero ni siquiera eso.
y no hay nada.
cobrás tu último salario en el muelle,
en la fábrica, en el hospital,
en una armadora de aviones, en una feria,
en una peluquería, en donde sea.
no querés pagar los impuestos de renta,
no querés enfermedades, servilismo,
brazos rotos ni cabezas destrozadas,
todo se va a la basura como una almohada vieja.
tenemos todo y no tenemos nada
algunos lo hacen bien por un tiempo
pero después se rinden
les llega la fama, el hastío
la edad, una dieta balanceada,
la tinta les quema los ojos,
los hijos van a la universidad,
aparecen coches nuevos
se quiebran la espalda esquiando en Suiza
aparecen nuevas opciones políticas, nuevas esposas
o simplemente caen de manera natural en decadencia.
el hombre que viste ayer enganchándose diez rounds
o bebiendo tres días y tres noches
en las montañas de Sawtooth,
ahora está abajo de una sábana o junto a una cruz o una piedra
o viviendo una decepción
cargando una Biblia, unos palos de golf o un portafolio:
cómo ceden
todos esos que creíste
que nunca cederían.
días como éstos, como el de hoy.
tal vez la lluvia en la ventana
trate de decirte algo. ¿qué viste hoy?
¿qué es esto? ¿dónde estuviste?
a veces los mejores días son los primeros
a veces los de en medio, otras los últimos.
los terrenos baldíos no están tan mal,
las iglesias europeas que ves en tarjetas postales
no están mal. las personas en los museos de cera
congelándose hasta la esterilidad no están tan mal
son horribles, pero no están mal
la artillería, pensá en la artillería pesada.
y las tostadas del desayuno,
en el café bien caliente que hace que sepas
que tu lengua sigue en su lugar.
tres geranios en la ventana tratan de ser rojos
tratan de ser rosas, tratan de ser geranios.
no me importa que a veces las mujeres lloren,
no me importa que las mulas no quieran subir la montaña.
estás en un cuarto de hotel en Detroit
buscando un cigarrillo.
otro día maravilloso, un poco más de eso
como cuando las enfermeras salen
del hospital al terminar su turno, hartas,
ocho enfermeras con diferentes nombres
y diferentes destinos.
cruzan el patio
algunas quieren una taza de chocolate y papel
otras un paño caliente, otras un hombre,
otras apenas pueden pensar.
es suficiente y no tanto.
arcos y peregrinos,
estrías de naranjas,
helechos, anticuerpos,
pañuelos descartables.

a veces en los momentos más amables y de sol
hay un humo liviano que sale de las urnas
y sonidos metálicos de los viejos aviones de combate
y si entrás y pasás el dedo por el borde de la ventana
vas a encontrar mugre y hasta tierra
y si mirás por la ventana vas a quedarte todo el día,
y como si envejecieras, vas a seguir mirando
y mirando
babeando un poco
ah, no, quizá
algunos lo hacen bien naturalmente
otros de maneras obscenas
en cualquier parte.


viernes, 1 de julio de 2016

Señoras



¿Ma, por qué esas señoras
tienen olor a incienso?
¿Será que se están quemando por dentro
         como cigarrillos rancios
         entre cuatro paredes de vidrio
         detrás de las ocho puertas
         lentamente,
         como maderas húmedas,
         como sahumerios de iglesia
         como espirales vencidos?
¿Se quema esa gente, ma, 
o sólo se deja avanzar por la llama
y cuando la muerte llega, la acepta
       como si hubieran firmado un pacto
       como dueñas de la misma espera,
       vigilándose desde lejos,
       y desde  siempre?
¿Cómo es el suelo donde las entierran?
¿Está plastificada su tumba, ma, huele como ellas
        que esconden la resignación debajo de la alfombra
        que reaccionan a la tierra con escobas
        que no se mezclan con el polvo
                                                               ni al morirse?
Porque mirá que el suelo es materia desorientada,
inocente,
que no sabe dónde ir
y cae donde cae.
¿Come tierra la muerte, ma?
¿Se la lleva del otro lado del río y la vende entre silencios?
¿Podemos juntar la de nuestras suelas,
                             la de nuestras papas,
                             la de nuestras uñas
para ganar territorio a lo que vuela,
para amasar un nuevo país en las memorias
para no vivir en el barro?
¿El agua diluye la dureza de las cosas, ma?
¿Se aprende a vivir estando muerto?

Ma
¿cuándo nos vamos?



domingo, 19 de junio de 2016

Oler el aire


   Están esos días donde no hay sol en el fondo de los bolsillos y hay que fabricarse alguno, porque es absolutamente necesario para que mañana sea una posibilidad. Entonces mi gata enciende los ojos, como dos faros que me obligan a mirarla y sigo su huella hasta el balcón, donde se prepara a oler el aire como si en ello hubiera encontrado el sentido de sus siete vidas enteras. La envidio por descubrir un secreto que no puede contarme, que no comparte conmigo, porque incluso esa misma sustancia entra y sale de mí y no siento en ello ninguna experiencia trascendente, más que perpetuarme anclada en lo orgánico.

    En eso ella mueve levemente su cabeza, y un no sé qué en ese gesto me recuerda a alguien. Ya no es la gata sino mi padre quien ahora inhala, deteniendo el aire, retrocediéndolo. Aire lleno de su tabaco que sofoca más apagado que prendido; un soplo no conductor de la palabra guardada, ahora inútil. Un viento apurado por mostrarle que ahora entiendo un poco más, y tampoco sirve; una brisa leve que susurra el gracias por los libros congelado en las biromes. Qué frío es ese aire solo y parecido; cuánto entiendo los vidrios vacíos haciendo fila en el rincón, sin reflejar la luz sino comiéndosela.

    Gira la hora y la vida en la proyección que ahora vuelve a ser la gata que se levanta a buscar comida. Después de alimentarla, abro mi diario y escribo que esta tarde, mientras respiraba, aprendí a rezar.

(3/4/15)

martes, 7 de junio de 2016

Los Mellizos (Charles Bukowski)



A veces sugería que yo era bastardo y le dije que escuchara
a Brahms, que aprendiera a pintar, a tomar, a no dejarse dominar
por las mujeres y la plata
pero me gritó: ¡Por Dios acuérdate de tu madre,
acuérdate de tu país,
vas a matarnos a todos!
me muevo por la casa de mi padre (de la que debía 8.000 dólares después de 20
años en el mismo trabajo) y miro sus zapatos muertos
la manera en que sus pies arrugaron el cuero, como si estuviera
plantando rosas con bronca, y de hecho eso estaba haciendo,
y miro su cigarrillo muerto, su último cigarrillo
y la cama donde durmió esa última noche, y siento que debería volver a hacerla
pero no puedo, porque un padre es siempre tu amo aunque ya no esté,
supongo que estas cosas han sucedido una y otra vez pero no puedo dejar de pensar
morir en el suelo de la cocina a las siete de la mañana
mientras otra gente hace huevos fritos
no es tan grave
salvo cuando te pasa a vos

salgo y arranco una naranja y pelo la cáscara brillante
las cosas siguen vivas: el pasto está creciendo bastante bien,
el sol rodeado por un satélite ruso deja caer sus rayos,
un perro ladra sin sentido en alguna parte, los vecinos espían detrás de las persianas
soy un extraño acá, y siempre fui (supongo) un poco el comunista,
y no tengo duda de que me describía bastante bien (nos peleábamos
como leones de montaña) y dicen que le dejó todo a una vieja
en Duarte pero me importa un carajo –se puede quedar con todo: él era mi viejo
y se murió.
adentro, me pruebo un saco celeste
mucho mejor que cualquier cosa que me haya puesto jamás
y hago flamear las mangas como un espantapájaros en el viento
pero no hay nada que hacer:
no lo puedo mantener vivo
no importa cuánto nos odiamos el uno al otro
éramos idénticos, podríamos haber sido mellizos
el viejo y yo: eso decían.
dejó unos bulbos en la mampara
listos para plantar
mientras yo estaba acostado con una puta de la calle 3
muy bien. dennos un momento: parado delante del espejo
con el saco de mi padre muerto
esperando también yo
para morir.

domingo, 5 de junio de 2016

Café



























Nosotros, los de los litros de cerveza
volcados al costado de la cama
y los fasos, dejados por ahí, donde caen.
Nosotros, los de las 5 de la mañana.
Nosotros, esos, y el tiempo.
Me hablás ahora de un café a las 3 de la tarde
en martes o jueves, temprano.
Yo lloro y no entendés por qué lloro
y crees que voy a dejar de llorar si proponés
un sábado entre las 3 y las 5
de la tarde, y sigue siendo café 
y yo ya ni puedo llorar, y no entendés
cuántas cosas murieron
cuántas cosas tuvieron que morir
para que dejes todo en suspenso 
para que nos nombres a nosotros
y a las 3 de la tarde en la misma frase.
Y yo no sé de quiénes estás hablando,
quiénes serían esos
que pueden compartir café 
tan civilizadamente,
sin fasos 
sin cerveza en el piso, sino cáscaras 
de un encuentro que reprogramás
para el otro lunes
de tarde, 
               (un ratito).

Y seguía siendo café
en taza.
Y vos seguías sin entender.
Y yo mordía los venenos del insomnio
abrazada a los envases llenos
que vacié a solas, el domingo,
a las 5 de la mañana.


https://www.youtube.com/watch?v=UqCEPytSFqU





miércoles, 1 de junio de 2016

Te detiene alguien que te conoce pero no puede recordar tu nombre (Susana Thénon)



- ¿vos qué era lo que hacías?
- yo poesía
- no
  ya sé
  lo que quiero decir
  yo me refiero a lo que hacés
   a lo que hacés realmente
- y         ¿yo?
  yo
  sí
  poesía
- no
  vos no me entendiste
  ya sé que hacés poesía
  pero hablo de otra cosa
  porque supongo que no estarás las veinticuatro horas
  escribiendo poesía sin comer sin beber sin trabajar
  sin en fin sin todo lo otro que hace toda la gente
  ¿no?  ¿vos trabajás? ¿ahorrás?  ¿de qué vivís?
- actualmente
  me repongo de un surménage
  debido al exceso de trabajo
  con un poema
- ¿y al menos te pagaron?
- que se va a publicar o no
  tal vez un día
  o una noche
  o durante un rosado atardecer
  o una aurora boreal
  o pronto nunca
  o nunca siempre
- en definitiva
  lo que me estás diciendo
  es que no te pagaron
  ¿y cómo hacés?
  ¿y cómo te arreglás?
  con vos hay algo raro ¿sabés?
- a mí me gustan los conejos
  la paz
  el sándalo
  y el guiso de lentejas
  igual que a todo el mundo
  no veo lo raro
- pero ¿qué hacés?
  al final no me dijiste
- eso es cierto
  al final no te lo dije.

martes, 24 de mayo de 2016

La habitación del suicida (Wislawa Szymborska)



Seguramente crees que la habitación estaba vacía.
Pues no. Había tres sillas bien firmes.
Una lámpara buena contra la oscuridad.
Un escritorio, en el escritorio una cartera, periódicos.
Un buda despreocupado. Un cristo pensativo.
Siete elefantes para la buena suerte y en el cajón una agenda.
¿Crees que no estaban en ella nuestras direcciones?
Seguramente crees que no había libros, cuadros ni discos.
Pues sí. Había una reanimante trompeta en unas manos negras.
Saskia con una flor cordial.
Alegría, divina chispa.
Odiseo sobre el estante durmiendo un sueño reparador
tras las fatigas del canto quinto.
Moralistas,
apellidos estampados con sílabas doradas
sobre lomos bellamente curtidos.
Los políticos justo al lado se mantenían erguidos.
No parecía que de esta habitación no hubiera salida,
al menos por la puerta,
o que no tuviera alguna perspectiva, al menos desde la ventana.
Las gafas para ver a lo lejos estaban en el alféizar.
Zumbaba una mosca, o sea que aún vivía.
Seguramente crees que cuando menos la carta algo aclaraba.
Y si yo te dijera que no había ninguna carta.
Tantos de nosotros, amigos, y todos cupimos
en un sobre vacío apoyado en un vaso.

domingo, 15 de mayo de 2016

El tatuaje de birome



El Javi:

El frío lo despertó otra vez. Eran las 6.30 y la vieja ya se había ido a cuidar los pibes de los Acosta. Igual, antes de irse le había planchado el guardapolvo al Maxi y a él. Le tocaba hacerle la leche a los dos, media taza para cada uno. Cuando vio que quedaban dos masitas, pensó en comerse la suya y también la de su hermano, pero ya había pasado que después lo tenía que aguantar llorando todo el camino hasta la escuela. Esa vez lo había solucionado con un sopapo en plena calle, para que se dejara de romper las pelotas y sobre todo dejar de sentir esa voz adentro que lo hacía sentir para la mierda.
En la escuela desayunaban un poco mejor, y había que aprovechar ahí, porque eso y lo del mediodía eran las únicas comidas seguras. A la noche no se sabía, siempre dependía si a la vieja le habían dado lo que sobraba del almuerzo de los Acosta. Últimamente no sobraba mucho.
La maestra de quinto le caía bien, siempre parecía querer ayudarlo. Tenía unos ojos marrones grandes que le hacían acordar los de Perra, su perra, que se había muerto o había desaparecido una tarde que había ido a vender tarjetitas a los bares del centro. Capaz que siguió a uno de esos de la Protectora de animales, que seguro le puso un nombre lindo, sabiendo que ahí le iban a dar de comer todos los días. Ojalá hubiera dejado la dirección.
El Maxi terminó de comer su masita y pidió otra. Todavía no entendía muy bien de qué iba la cosa, pobre. Él se hacía el superado, pero cuando le dolía la panza también hubiera querido ponerse a llorar. Pero tenía 11. Había aprendido que llorar le dejaba como un calambre en la panza y todo se hacía más lento hasta las 9 y media, que le daban las otras masitas en la escuela.
Ese jueves la maestra se puso a leer algo de un tipo que se llamaba Robin Jud y él se puso a contar las tarjetitas para vender a la tarde. Si vendía 10 le iban a dar 50 pesos y de eso le tocaban 20. Los otros 30 iban para el Guano, que le daba las tarjetitas. A veces le traía rosas, pero esas eran más difíciles de meter. Se ve que los tipos ya no necesitaban de esos chamuyos para acostarse con las minas. Sinó preguntale a la vieja, que la puso y nunca más vio al padre del Maxi ni al de él.
La Yeyi, que también era una de las pibas que trabajaba para el Guano, le dijo que a ella las cosas esas no le decían nada, que prefería el pibe que la invitaba con fasos y con birra porque eso la hacía sentir grande. La Yeyi era su amiga, tenía 12 y sabía un montón de todo lo que a él le interesaba. Una vez la habían metido adentro porque afanó el celular de una mina que estaba buscando unas monedas en el fondo de la cartera, mientras había dejado en la mesa un teléfono que salía 10000 mangos. La agarraron en la esquina. Eso le pasaba por ser flaca, se le enredaban las patas cuando quería correr y terminaba en el piso como una boluda.
A veces jugaban a afanarse entre ellos, para practicar. A ella le hubiera gustado eso del Robin Jud, que afanaba a los ricos para darle a los pobres.
“Cuando la vea le cuento”, pensó.
-  La maestra esa es una hija de puta, a mí me hizo echar. No le creás nada.
-  Parece que está en un libro, no se lo inventó ella.
-  Igual es una hija de puta
El Javi se calló, la maestra le caía bien. Después salió lo del tatuaje, cayó el Guano, y se olvidó de la maestra.
Al otro día, él había ido al salón a buscar una cosa en la mochila mientras todos estaban en el recreo y pescó la cartera de la maestra. Estaba medio escondida entre unos cuadernos en el escritorio, pero él la vio igual. Sintió lo mismo que cuando el Maxi lloraba, esa cosa fea adentro. Le pareció que llevarse la billetera era como afanarle a la vieja, así que la dejó ahí. Después se sintió un boludo; la Yeyi le habría dicho que era un boludo y no le hubiera hablado hasta reconocer que la maestra era una hija de puta como ella decía, que se merecía eso y más.
Capaz que al final la Yeyi tenía razón, porque cuando él cerró la cartera sin sacar nada, justo la maestra entró y lo vio, y se puso a gritarle de todo. Parecía otra tipa. Él se quiso ir y lo encerraron en la dirección. Al rato los canas se lo llevaron y lo cagaron a palos en el auto mismo, para no perder tiempo en la comisaría.  No lo metieron en la oficina, no le preguntaron quién era ni anotaron nada. Él sabía que así lo habían hecho boleta a su primo, cuando se lo llevaron por prenderle fuego al auto de un cana, y decían que no lo tenían en ninguna comisaría. No lo tenían ingresado, eso era. Nunca apareció, pero todos sabían.
Lo encerraron en el cuartito de atrás.
-  Nosotros sabemos quién sos, pendejo.
  Él no sabía qué querían decir con eso. Pero entendía que ser él no debía ser bueno, por cómo estaba cobrando.
-  El Guano te vendió.
-  ¿Qué le vendo las tarjetas?
-  No te hagas el boludo, ya encontramos la falopa en tu casa.
Pensó en la vieja y el Maxi, en la casa toda revuelta. Pensó en el Guano, que siempre la andaba queriendo manosear a la Yeyi y siempre lo cacheteaba si los veía juntos, como ayer a la tarde, cuando los encontró en la Plaza Sarmiento:
-  Acá se labura, no se viene a coger, pendejos boludos.
-  Nosotros no cogemos
-  Vos andá por Pellegrini y vos te me vas a Oroño. Y después venís a traerme la guita a mi casa. – le decía a la Yeyi- Vos no, pendejo, vos esperá que te busque en la esquina mañana.
La Yeyi no lo miraba y  se iba en silencio. El Javi la veía irse  y le parecía en esos momentos que sus patas largas eran más finas y temblaban, como esos yuyos que se mueven con cualquier viento.

Le cerró todo.  Se quedó callado y  los dejó seguir, poniendo el lomo por delante, que era donde dolía menos.

………

La Yeyi:

Ella miraba adelante sin ver a nadie. Iban todos apurados ese jueves, pero el faso los ponía en cámara lenta. Estaba sentada en la fuente de la Plaza Sarmiento, y la mirada se le enfocó recién cuando llegó el Javi.
-  ¿Y? vendiste?
-  Tres- dijo ella
-  Yo dos y una tipa me dio dos mangos y me devolvió la tarjeta. ¿Alcanza para chicle?
-  Uno. ¿Me das la mitad?
- 
El Javi volvió con un chicle de menta. Ella masticó y se rascó el brazo.
-  ¿Qué tenés ahí abajo?
-  ¿Esto? Un tatuaje.
-  No parece. ¿qué son, letras?
-  Me lo hice yo. Dice Yeyi, con unas estrellitas.
-  ¿Cómo hiciste?
-  Con tinta de birome y un alfiler. La Pato me enseñó cuando nos guardaron, pero ahí no podríamos probar.
-  ¿Y por qué no te lo hizo después?
-  Porque sigue guardada
El Javi se miró el brazo y ella adivinó:
-  Te enseño si me comprás un alfajor
-  Me quedaron 25 centavos nomás del chicle.
-  Bueno, yo te enseño y vos me traés el alfajor mañana
El Javi dijo que sí con la cabeza. La Yeyi empezó a contar la técnica.
-  Mirá si agarro y yo también me tatúo Yeyi- dijo agarrando una piedrita y tirándosela a una paloma.
Ella captó enseguida el cambio en la voz. Él no la miraba, hacía como que buscaba otra piedrita, pero estaba lleno de piedritas y no agarraba ninguna.
-  No seas pelotudo. Tatuate Javi. Con azul va a quedar lindo.
-  De Ñulls me lo voy a hacer.
-  Colores de mierda.
-  ¿Vos por qué te tatuaste Yeyi y no alguna otra boludez?
-  Para que si me olvido, mire ahí y me acuerde.
-  Sos bastante pelotuda, puede ser
-  Voy a hacer una vaquita en el barrio y voy a mandar a que te caguen bien a palos.
-  Ni dos pesos juntás. Ni para el chicle.
Ella vio venir al Guano a lo lejos. Sabía que les iba a hacer quilombo cuando los viera juntos. Agarró una piedrita y la tiró hacia donde él venía, pero sin fuerza. La piedrita rebotó en su rodilla.

Después de esa tarde, pasó 4 días sin noticias del Javi. Pendejo de mierda, seguro que se hacía el boludo para no comprarle el alfajor. Era lunes y a la tarde se llegó hasta su casa, golpeó con las manos y vio a doña Mecha correr la cortina de plástico con la cara hinchada.
A esa hora doña Mecha siempre estaba limpiando la casa de los Acosta. A esa hora el Maxi siempre jugaba a la pelota con los de la esquina. Pero ese día estaban los dos, ahí parados, en silencio.
-  ¿Vos no sabés nada del Javi?
-  No, ¿qué le pasó?
-  Hace tres días que lo buscamos
-  Lo vi en la Plaza Sarmiento el jueves, eran como las 5
-  Puse carteles que me hizo el Esteban con la fotocopiadora, pero nadie vio…
Las manos le quedaron en el aire, en suspenso. Las venas se le marcaban en azul y se levantaban de la piel como queriendo escapar, sin saber hacia dónde.
-  ¿Fue a la escuela?
-  Me dijo la de la dirección que ahí no saben nada, pero el Maxi fue con él ese día y se tuvo que volver solo.
-  Yo la ayudo. Si sé algo, vuelvo y le aviso.
La Yeyi se fue a la escuela, porque se olió algo raro, y ahí le dijeron que no tenían ningún alumno anotado con ese nombre. La puteó a la directora y a la maestra. Les dijo que iba a ir a la cana a hacer quilombo porque el Javi hacía 7 años que iba a esa primaria y hacía dos que estaba en 5to grado, con esa misma yegua de profesora. Dijo que el Maxi también iba, que se fijaran, pero nadie le dio bola.
En la seccional del barrio no revisaron ningún papel pero le dijeron que ahí tampoco lo habían ingresado, y ella vio que no tenía más nadie a quién protestarle o a quien contarle que se le cagaban de risa en la cara.
Pensó en el Guano, y aunque lo odiaba, sabía que a él le iban a dar bola; él era alguien y no iba a querer perder un pibe que le laburaba más o menos bien. Llegó a la esquina de la casa del tipo y se fumó una tuca para que le diera valor, o para que le chupara un huevo lo que vendría después. Sabía que ese favor se lo iba a cobrar igual que siempre:
-  Abri la boca más grande, pendeja. Dale, que te gusta.
Quiso correr lejos, pero caminó hasta la puerta. La contradicción y el paraguayo le dieron ganas de vomitar. El tipo tampoco estaba. Hacía varios días que nadie lo veía.
Cuando fue a hablar con Doña Mecha, se encontró con que le venían a avisar de un cuerpo que habían encontrado en el río.
-  Vos te quedás- le dijo ella al Maxi, como si fuera su hermana.
 La agarró del brazo a doña Mecha, que se había quedado quieta con el papelito de la dirección en la mano, y la acompañó a la morgue. Había un olor raro pegado en las paredes, tapado por el perfume ácido del cloro, pero el cloro no podía contra el otro olor, que era más fuerte. Eso y el silencio eran como una masa que asustaba. Hacía frío. Todo ahí era de metal plateado y las paredes tenían azulejos blancos hasta el techo. Los fluorescentes despedían luz cruda y pareja.
“Con razón dicen que morirse es como ir por un pasillo”, pensó, “es como ir por el túnel del parque España, pero sabiendo que no se sale.”
Vio que Doña Mecha seguía como una planta, y no decía nada frente al cuerpo hinchado que le presentaban. Era como el Javi, pero no parecía el Javi. Tenía la piel bien blanca y como encerada. Estaba desnudo y le dio vergüenza. Qué boluda. Tenía que concentrarse en ayudar y ahorrarle a la madre más minutos ahí adentro, pero tampoco sabía si era o no.
 Las dos estaban en silencio, buscando señales, cuando los peritos giraron un poco el cuerpo y la Yeyi vio el dibujo hecho así nomás, con tinta roja y negra, en el brazo derecho.
“-¿Viste boludo, que servía para no olvidarse quién es uno?”- le hubiera querido decir, pero se calló para respetar a Doña Mecha que había bajado la vista hacia el papelito que todavía tenía en la mano, arrugado y desteñido por la transpiración. Seguía callada, pero ahora con cara de rezar para adentro. Se ve que ella también había visto algo que le había sacado las dudas.
 Sintió que las ganas de llorar se le subían por la garganta como cuando tenía ganas de vomitar, pero se aguantó. Tuvo miedo de que cualquier ruido hiciera todo más cierto y despabilara a Doña Mecha que seguía así, como si se la hubieran llevado.

 Le hizo un gesto con la cabeza al tipo que tenía adelante, levantó el papelito que se le había caído a Doña Mecha y se lo dio en la mano, aprovechando para apretársela fuerte por un minuto, hasta que la hizo llorar. Después contó las monedas y como no le alcanzaban para el colectivo, se fue caminando apurada a lo de Juana, la de la vecinal, a ver si las ayudaba a hacer una vaquita en el barrio para pagar el cajón.